“¡Luis!”, escuché. Un grito entre desesperado y entusiasta que era de mi novia. Yo acababa de irme de la sala hacia la habitación cuando escuché el llamado y me voltee. Igual ya era demasiado tarde. El momento ya había terminado. Bebito había dado sus primeros pasos.

Estábamos en la sala y cuando él me vio irme, decidió seguirme. Cuando mi novia me llamó, él también se volteó, perdió el balance y cayó sentado.

Me dio pesar no poder verlo dando sus primeros pasos. Yo, que lo cuido todos los días, había anticipado mucho ese momento, pues lo veía cada vez más atrevido: se soltaba con más frecuencia, simulaba que iba a mover un pie, meditaba mucho antes de tirarse a gatear. Era cuestión de tiempo. Y justo pasó cuando no lo vi. La tristeza, sin embargo, me duró poco. Al día siguiente, bebito estaba del otro lado de la sala y comencé a llamarlo con un tambor que le compramos. Me miró, sonrió y empezó la travesía.

Yo, ilusionado, ya tenía preparado el celular para grabar el video. Y caminó: uno, dos, tres, cuatro, cinco pasos. Hasta que pisó una revista regada -que él mismo había sacado del librero y tirado-, se resbaló un poco y se agarró a su mesa de comer. Después gateó y avanzó rápido hacia el tambor.

Lo abracé y lo besé. Ya más apaciguado, pensé: “ahora es que viene la guaracha”. Ya me habían dicho varias veces que cuando el bebé comenzara a caminar era que empezaban los dolores de cabeza. Que hay que perseguirlos, que escalan, que corren. Que se acabaron los tiempos de relajarse mientras uno los vigila, que hay que corretearlos, que hay que cambiar mil cosas en la casa. En fin, una serie de advertencias cual apocalipsis.

Nada raro, tampoco. Con cada etapa vienen nuevas advertencias. Si comienza a gatear, que se acabó el tiempo de echarle ojo de vez en cuando; si le salieron dientes, que comienza la mordedera; si comienzan a hablar; que no habrá más silencio. Todas las épocas están llenas de cambios. Más difícil será matricularlo en una buena escuela que no me cobre los dos riñones, o planificar el horario para hacer las tareas.

La que no está muy convencida es la mamá, que tiene cierto temor a que bebé deje de ser su bebito. Al comienzo fue duro establecer el nexo entre madre e hijo a través del pecho. No es tan romántico como lo pintan en todos lados, sino todo lo contrario, duele, frustra y hay hasta sangre involucrada. Pero después de establecer y afirmar ese vínculo -con entrenadora de lactancia incluida-, el momento se transformó en uno de los favoritos de ella. Llegaba del trabajo, casi 10 horas sin ver a bebito, y le daba pecho. Y después lo dormía también con el pecho. Bebé feliz, ella feliz y yo más feliz aún. Pero verlo ahora dar sus primeros pasos, que en poco tiempo se convertirán en un bebé que camina, la hacen sentir como que bebito ya casi se transforma en un niño.

Ella reconoce que no es tan así, que todavía le quedan un par de meses de pecho y que él siempre será su bebito; también es cierto que le da cierta aprensión las cosas tan cambiantes.

Otro cambio, pero este psicológico, es que bebé ya entendió a la fuerza que la gata Matea no es igual que el gato Isidro. El otro día le comenzó a sobar la cabeza e intentó acariciarle la barriga, y le soltó un zarpazo que le sacó sangre. Coné ni siquiera lloró, nada más como que protestó y volvió a arremeter, así que tuve que intervenir para evitar un sangrerío. Días después volvió a ver a Matea regada en el suelo y fue hacia allá, solo que en medio se detuvo y se puso a jugar con otra cosa. Al pobre Isidro sí le cae cada vez que lo ve.