Hace millones de años tomé unas clases para escribir poesía con el profesor José Carr. ¿Qué les puedo decir? He tenido excelentes profesores en la rama, pues antes de él fue Pedro Correa Vásquez y después Héctor Collado, pero de rimas y esos animales no me ha entrado nada en la cocotera. Ese es el departamento de mi mamá. Yo, aquí cada semanita, contándole a ustedes mis cuitas.

Un martes cualquiera, Carr, frustrado ante las incompetencias de mis tareas, (porque aunque sea mala, en algo suelo ser muy cumplida) me preguntó frustrado “¿Julieta, pero tú qué escribes?”. Yo me quedé elucubrando toda la semana y para la siguiente clase entregué un texto que, por cierto, todavía tengo guardado por algún lado, titulado “Yo escribo cartas”.

Entre más pienso en él, más me convenzo de que eso es lo que hago: contarle a la gente las ocurrencias de mi diario vivir para mantener el contacto. Todo esto viene a razón de que hace como una semana, mi hijo -solo tengo un varón, de allí la especificidad del pronombre posesivo- que vive en Estados Unidos informó a la familia que su hijo Jackson Oliver ya tenía su propia dirección de correo electrónico y que podíamos escribirle directamente.

Para poner todo en perspectiva, Jackson cumple cinco años dentro de un mes. Es un piojito cuya mente sobrepasa por mucho su estatura y en el último año se ha enseñado a leer. Hablamos con él por esos aparatos en que uno le ve la cara a la gente, pero eso no le gusta mucho, a menos, claro está, que no tenga otra ocupación en el momento en que lo llamamos y así podemos convencerlo de que nos cuente algo.

A mí la idea del e-mail me pareció fabulosa, así es que no bien recibido el mensaje, esta abuela le envió un correo. ¡Es que esto es lo mío! Escribir cartas. Pregunté si debía usar “letra grande” a lo que mi hijo me contestó, no, sin un cierto tono de condescendencia, “mama, él sabe leer perfecto. Letra normal está bien”. Ya saben cómo es eso con los hijos. Desde hacía varios días tenía pendiente un tema con él, pues por bocona le comenté que cuando su papá era niño, había armado solito un enorme auto de Lego (ahora Jackson es un Lego-maníaco) y que me lo había encontrado hace poco y lo había guardado para llevárselo en algún viaje. Por supuesto, que cada vez que hablamos me pregunta por el dichoso carro, que yo me he olvidado de buscar.

Le escribo pues, felicitándolo por su nuevo correo y diciéndole que me voy a poner las pilas con la búsqueda. Al día siguiente recibo respuesta, con la aclaración de que la misma había sido transcrita por su mamá (en el teclado de la computadora aún le cuesta encontrar las letras), agradeciendo mi nota y, por supuesto, recordándome que debo buscar el carro.

En la próxima conversación “oral” que sostenemos, le digo que si me llama todos los días y me lo recuerda, yo seguro lo encuentro más rápido. Se lo toma literal y ahora amanece en la pantalla solo para decirme, o más bien preguntarme: “¿Bita, encontraste el carro?

En los correos ha empezado a preguntar si es de tal o cual modelo, lo cual yo no puedo contestar porque este evento -el armado- ocurrió hace casi 30 años y mi memoria no va hasta allá. Pero el caso es que hemos establecido una comunicación epistolar que seguramente encontrará camino -impresa- a alguna de las cajas que mis hijos van a tener que revisar el día que me muera. ¡Estoy tan feliz! El problema ahora es el carro que no aparece.