Desde que tengo uso de razón he tenido un romance apasionado con los arbolitos de Navidad y por casi toda mi vida con uso de razón me he jactado de que, fuese cual fuese el presupuesto asignado para su compra, yo podía escoger uno hermoso.

Quizás el amor nació mirando embelesada el árbol de Mami Loli, frente al cual me paraba por horas desde el momento en que Timoteo, el jardinero empezaba su labor de amor que consistía, primero en desempacar todas aquellas bolas de un material tan delgado como el papel que contaban historias enteras, y luego iluminarlo con los focos más variados y, por supuesto, las bolas. Seguramente somos pocos los que recordamos aquellos focos, relativamente grandes, terminados en punta y de colores variados que servían de iluminación base. Ésta se complementaba con otros redondos cubiertos de “nieve” y unos en forma de velitas que al calentarse movían el líquido de colores que vivía en su interior. Historia patria.

Mis primeros árboles lucieron aquellos focos grandes, aunque no así los “exóticos”. Para adquirirlo paseaba por las cuatro esquinas, y espacios intermedios, del parque Urracá buscando aquel que no tuviera huecos, que estuviera verde (lo cual era una hazaña bajo el sol rajatabla en que se exhibían), que mostraran sus ramas en buena proporción, en fin, la misión era encontrar un árbol que pareciera podado cuando no lo era. Y es que en aquellos días no se sabía de aquella tarea de irle dando forma perfecta a los árboles. Aunque esto de perfecto es una contradicción pues sabemos que nada en la naturaleza lo es. Ante la imposibilidad de encontrar lo que buscaba por el precio que mi presupuesto mandaba (generalmente frugal) a veces compraba ramas y las metía en aquellos rincones que me parecían demasiado vacíos.

Cuando nacieron mis hijos, a ellos le tocaba la tarea de decorarlo, siempre el 8 de diciembre, considerando que era mi regalo para el Día de la Madre.

Experimentaron todos los estilos de decoración que alguna vez estuvieron de moda en el universo de los arbolitos de Navidad. Que si lazos, cintas, adornos de madera (muchos de los cuales aún conservo), los adornos que ellos confeccionaban en la escuela, bolas de muchos colores, bolas de un solo color, bolas bonitas de las que se rompen (y que en mi casa se rompieron), angelitos de yeso, focos multicolor, focos blancos tamaño luciérnaga (que es lo que ha prevalecido) y, por supuesto, lágrimas… siempre plateadas y que debían colocarse una a una en la punta de las ramas de pies a cabeza del dichoso arbolito. Como alguna vez les he contado, según su tamaño -el de mis hijos- los adornos quedaban a veces en una sola rama y ocasionalmente en una sola región del árbol. Era donde alcanzaban. Yo dejaba todo exactamente en el lugar que ellos lo habían puesto y me parecía divino.

Este año, pasadito el Día de la Madre, porque ya la familia ha crecido y debe hacer su ronda de varias mamás y abuelas, vinieron dos de mis nietos a poner mi árbol y otros adornos en casa. Fue realmente una experiencia maravillosa. Por segundo año consecutivo he roto todas las leyes de arbolitos y el personaje es pequeño y artificial -osas de la pandemia-, ni modo. Mi esposo, jefe y único colaborador del departamento de focos hizo la tarea con Manu el de cuatro años, mientras Vicky y yo íbamos desempolvando adornos. Entre los dos, y con algo de ayuda de los abuelos, colocaron bolas y adornos guardados desde aquellos arbolitos de hace cuarenta años. Terminada la tarea recordé que tenía unas cintas para ponerle (no como lazos), pero como saben hay que colocarlas antes que los adornos. Se quedaron por fuera.

Les cuento que cada noche cuando miro la obra terminada confirmo que he vuelto al árbol primigenio, al de una rama llena de adornos y otras con un poco menos. Confirmo que es hermoso.