Hace unos minutos mandé a la Revista Ellas el artículo de la semana en curso. Lo escribí llegando a casa de un día de esos que empiezan a las cinco de la mañana y uno no sabe cuándo terminan. Tenía cosas que hacer cuando llegué a casa, pero también tenía que enviar el texto y opté por salir de lo “urgente e importante” primero. Saqué la computadora de la mochila y me instalé en un lugar en el que muy poco escribo: mi cama.

Ya sabía sobre qué iba a escribir porque había anotado el tema en las notas de mi celular desde hacía muchos días, pero no había tenido un minuto para desarrollar el artículo. Lo sentía dando vueltas dentro de mí desesperado por salir. A medianoche se me ocurrían frases que quería incluir, pero quedaban allí, olvidadas en la medianoche.

Cuando empecé a escribir “Una caricia” me empezó a embargar una deliciosa sensación de bienestar que iba en aumento a medida que hundía cada tecla y veía las líneas ir de aquí para allá llenando la página. Esto es lo que amo hacer, pensé: tener una pantalla enfrente —o una hoja de papel, o una servilleta— y poner en ella lo que estoy sintiendo.

¡Qué bendición! Fue mi siguiente pensamiento. ¡Qué bendición contar con este espacio por casi treinta años en el que he podido ver mi vida transcurrir semana a semana! Pero con la felicidad por la bendición llegó a mi mente también un reproche pues, cada vez más, el tiempo para escribir estos textos se acorta y debo completar la tarea en un apurito para cumplir con la fecha de entrega.

Vinieron a mi mente aquellos días en que, no por menos ocupada, me sentaba y escribía dos o tres artículos en una tarde, nueve o diez en una semana. Por supuesto que eso tenía que ver con la mecánica de entrega de los textos pues hubo un tiempo AI —antes de la Internet— en que debía llevarlos primero impresos y luego grabados en un diskette a La Prensa y como trabajaba en el aeropuerto de Tocumen y no era viaje fácil me convenía llevar bloques grandes en cada entrega. ¡Qué delicia! Nuevamente, esto es lo que me fascina hacer.

Cumplido el reproche pensé… ¿por qué no seguir escribiendo? Las piñas y los otoes y el resto de los chécheres que traje conmigo pueden esperar unos minutos a que yo me deleite con esto antes de llegar a sus destinos finales en mi despensa o la nevera o cualquiera que sea. Y aquí sigo pues, frente a mi pantalla con ganas de cerrar este artículo y abrir otro. ¿Por qué no?

La verdad es que he sido muy afortunada y espero que esa paginita que lleno semanalmente siga disponible mientras me funcione la mente lo suficientemente bien como para cubrirla con historias que añadan valor, porque eso de hablar por hablar tampoco. Y como uno no sabe en qué momento la mente decide irse de vacaciones hay que aprovechar mientras nos acompañe en nuestro peregrinaje por la vida.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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