Hola amigos, les saludo desde España y aclaro que el título de este artículo no es cien por ciento verdad. Solo la parte de la plaza se ajusta a la realidad de los hechos pues las picadas fueron muchas más de dos… y los gin tonics también, pero así es Madrid, una ciudad que induce a los buenos ratos y estos suelen durar hasta que el cuerpo aguante o las terrazas cierren. Eso de que las terrazas cierren sonó raro, lo entiendo, pues cómo va a cerrar un sitio que es abierto pero creo que ustedes me entendieron. El servicio al público se detiene, eso es todo.

El hotel donde estamos alojados está muy cerca de la plaza de Santa Ana. ¿Qué digo cerca? Está casi, casi en la plaza así que es muy fácil y rápido llegar a disfrutar de una puesta del sol mientras el clima lo permita. Es tiempo de boda en mi familia y junto con nosotros arribó a la ciudad un grupo monumental de panameños que vienen para el mismo evento. Éste compuesto por familiares y amigos de los novios. Luego de una larga espera por las maletas, cada quien tomó su rumbo y pasó el resto del día como mejor le pareció.

Para nosotros significó recorrer algunas de las callejuelas cercanas al hotel y al final de la tarde reunirnos con nuestro hijo que había estado ocupado en “actividades de boda” con su primo hermano que es el novio y más que primo, es hermano. Y fue a esa hora, luego de casi dos días de viaje, que empezó la función. Una picada, dos, tres, cuatro y dejamos de contar. Una cañita, una segunda ronda y fue entonces que mi marido decidió despedir la noche con un gin tonic. Lo que ocurrió es que según él, mi hijo y yo le “robamos” parte así es que tuvo que pedir otro y luego otro más. Al final no sé cuántos compartimos.

Lo que sí sé es que desde que llegamos a Madrid le había advertido a mi marido que teníamos que pasar a comernos unos churros con chocolate a la chocolatería San Gines, una de las más antiguas, si no la más antigua de Madrid y ciertamente una de las más famosas, que además, abre veinticuatro horas.

Durante la estadía en la plaza les recordé varias veces que el compromiso con los churros seguía en pie. Ellos me miraban con cara de loca, sonreían y seguían hablando. Y fue así, con ese ir y venir de sonrisas picaronas y “ya viene de nuevo esta con lo de los churros” que llegó la cuenta a la medianoche. Hora, que como les comenté, “cerraba” la terraza.

Yo sé que a ellos les visitó el fugaz pensamiento de que a mí, ya para esa hora, se me habría olvidado lo de los churros, pero no señor, no se me había olvidado. Así que arrancamos a caminar en dirección opuesta al hotel, siguiendo, por supuesto, las indicaciones del celular hasta que llegamos a esta esquinita caliente porque nosotros no éramos los únicos que habíamos ido a morir allí. ¡Qué delicia! Llegaron esas dos tazas de chocolate caliente bien espesito y una montaña -literalmente- de churros que devoramos antes de que se acabara el chocolate por lo que hubo que acercarse a buscar más.

Fue la clausura perfecta para una tarde-noche perfecta en la que tiramos lengua como locos con nuestro hijo, al que vemos poco pues vive en otro país. Caminamos suficiente como para no llegar a la cama con sentimiento de culpa por las ene picadas y dormimos como reyes. No se pude pedir más a la vida.