…y cada cosa su tiempo bajo el cielo”, se lee en Eclesiastés, 3. Y claro, sigue aquel texto tan bonito de “un tiempo para nacer, y un tiempo para morir” y todo lo demás. Lo escuchamos con frecuencia ya que aplica para muchas instancias de la vida. Pues bien, les voy a contar que con todo este alboroto de los 25 años de la columna, me puse a pensar. O más bien a recordar, porque la verdad es que pensar, pensar, pienso todos los días.

Viajé al día sobre el que tantas veces les he contado en que llegué al diario La Prensa acompañando a mi mamá ─que era el personaje a quien el diario quería reclutar─ y luego de muchas miradas, negaciones de mi mamá y otros eventos, Chelle de Corró levantó tímidamente la mano y dijo “si nadie la quiere, yo me la pido”. Palabras textuales. Y me estaba pidiendo para otra cosa que no tenía nada que ver con este espacio que lleno ahora. El caso es que ahí quedé.

Pero a lo que voy es que, así como yo no era la opción inicial para La Prensa, ni a mi mamá le habían pedido que sugiriera quién debía ocuparse de lo que buscaban ni yo fui buscando una chamba sino como conductor porque mi mamá no estaba segura cómo se llegaba al periódico ─y yo tampoco─, pero soy preguntona… y muchos otros ‘nis’, resultó que ese era el ‘tiempo’ para que naciera Del diario de mamá. Y, digo ‘tiempo’ porque no fue ese día ni ese mes, fue cuando fue.

Porque así, como para algunas cosas soy muy moga, hay días en que me levanto valiente y eso fue lo que ocurrió aquel 9 de diciembre de 1995. Me desperté llena de rebeldías. Miré el arbolito de Navidad que habíamos montado el día antes (¿recuerdan que en mi casa la Navidad llega el Día en la Madre y no con la independencia de Colombia?). Manejé hacia el trabajo que detestaba y que me llevaba a diario entre doce y quince horas al Aeropuerto de Tocumen, pero iba muerta de risa, recordando las vivencias del día anterior, las cuales se repetían y aun se repiten cada año en esa fecha.

La rebeldía me acompañó todo el trayecto. Eran horas, no había corredor. Cuando llegué, en lugar de empezar a registrar informes de ventas y otros papeles, me senté frente a mi computadora sin internet y con una impresora de pines para la que se necesitaban “hojas continuas” y escribí el primer artículo de esta columna que bauticé “Del Diario de Mamá”. Poniendo yo el punto final se “alcanforaron”, como decía mi abuela, todas mis amarguras. Fui feliz, inmensamente feliz. Y, como andaba valiente, me atreví a llevarlo al departamento de Suplementos con un “¿ustedes creen que esto les sirva para el Ellas?” Ahí lo dejé. Regresé al aeropuerto porque todavía me faltaban diez horas de trabajo, pero nunca más regresó la desazón que me visitaba a diario.

Y así fue como, sin que me lo pidieran, escribí otro sobre las tandas de manjar blanco que hacía mi abuela, y luego otro sobre los cuentos con que mi papá nos acostaba a dormir y en los que nunca hubo princesas, pero si muchas culebras, machos de monte, tigrillos y otras fieras que encontraba en sus cacerías. Y ya no me detuve.

Del Diario de mamá llegó a mí justo en ese momento en que yo necesitaba una válvula de descompresión, un momentito en el día para pensar en otra cosa que no fuera una tienda que abría 24 horas al día, 365 días al año y en la que vivía desde diciembre de 1989, o en mis hijas adolescentes, o en los otros hijos que acababan de descubrir las travesuras que se pueden hacer a los diez años, en fin, llegó en el momento exacto en que yo la necesitaba. Porque …hay un tiempo para cada cosa.