Amigos, ubíquense en mil novecientos sesenta y ocho, setenta, por ahí. Días en que la sociedad tenía reglas mucho más estrictas que hoy en día, por no decir rígidas e inflexibles, rayando en siglo XIX. Nadie iba a un quinceaños antes de cumplir quince, por lo menos no las mujeres. Bebidas alcohólicas ni verlas. Mamás y/o papás chaperoneando todas las fiestas, y discotecas no me sonó ninguna hasta los dieciocho o más creo yo. Es más, de repente ni había.

A partir de esas edades de mayoría… sí había bailes en el toldo del ferrocarril y Club de Yates y Pesca para los carnavales y otros eventos, pero no es que a uno le daban permiso de ir a muchos. Y las fiestas esas que les mencioné con chaperones era un milagro si duraban más allá de la medianoche.

Eso, en lo que respecta a la vida social, pero las restricciones no terminaban allí. Creo que a uno le decían que hasta no cumplir los equis años no se podía tener novio y el permiso más libertino que se le daba al susodicho era que te agarrara la mano. Así eran las cosas. Las faldas del colegio (de monjas) debajo de la rodilla y el pelo recogido.

Además de todo eso en mi familia ocurría algo que, honestamente no recuerdo haber escuchado que se repitiera en otras casas. Iba uno al cine —con la mamá, por supuesto, y a veces el papá— a ver cualquier peliculita equis, ye o zeta. No había nada muy arriesgado en la cartelera, a menos que fuera en los teatros de dudosa reputación a los cuales uno no iba en familia. Entonces venía la escena aquella en el que el galán osaba darle un beso en la boca a la heroína o la escena sugería que algo más podía ocurrir y madre o padre automáticamente indicaba a la tropa “tápense los ojos”. ¿Cómo así? Todavía no he logrado descifrar el propósito de las instrucción pues a fin de cuentas uno se imaginaba lo que estaba ocurriendo. Y no es que fuera muy horrible.

Aclaro, además, que en la hojita Semilla o su antecesora que llegaba a manos de todos los feligreses en la misa dominical había una sección en que la “censura” publicaba las calificaciones de las distintas películas, y créanme que los adultos la obedecían al pie de la letra. Si la sección decía que una película era solo para mayores de trece, quince, dieciocho o cuarenta años, nadie menor de trece, quince, dieciocho o cuarenta tenía la más mínima posibilidad de asistir al susodicho espectáculo.

Claro que no faltaban las posibilidades de que los muchachos “se colaran” en una película “indebida” para su edad, pero había que dar un par de vueltas y conocer al señor de la puerta, yo creo, para conseguir la entrada. Estoy segura de que las películas prohibidísimas en aquellos días no tendrían hoy la mínima restricción de edad y, si la tuvieran nadie le haría caso. Y, por supuesto, que ya no hay “tápense los ojos”

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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