Yo, aquí de nuevo con la cantaleta de las Navidades en septiembre que, honestamente, no termino de comprender. El año pasado, como no salí, dormí tranquila sin interrogantes existenciales torturándome. Ya saben, eso de que “ojos que no ven, corazón que no siente”.

Celebramos delicioso con los hijos y nietos que estaban en Panamá extrañando a los que estaban lejos, claro, pero hemos aprendido a manejar esas ausencias pues deben compartir sus cariños entre las familias de un lado y del otro. Es lo justo. Quizás algunos de ustedes lo habrán olvidado, pero el cierre del país a última hora obligó a quienes se habían mudado para nuestra casa a permanecer secuestrados aquí hasta el lunes 28 de diciembre cuando se “reabrieron fronteras”. Yo feliz.

Todo muy sencillito, sin excesos. Fue una Navidad que me recordó aquellas de mi niñez en que todo era más básico. Como en casa éramos siete hermanos, a cada uno le tocaba un número razonable de regalos que descubrir bajo el árbol. Casi siempre había uno importante y otros, no tanto ni en mucha cantidad.

Se nos inculcaba el hábito del ahorro así es que cada uno iba guardado un real aquí y otro por allá pues el dinero para la “cosita” no era muy abundante que digamos y llegado diciembre salíamos a comprarle algo a cada uno de los hermanos. Artículos, que no creo que costaban más de 25 centavos, pero que se compraban luego de pensar muy bien en lo que le gustaba a quienes los recibían. Y con eso aumentaba el tesoro de cada uno.

Como en casa todo se ponía debajo del árbol y envuelto, aquello parecía un mar de regalos y la sola imagen causaba una emoción tremenda. Luego, ubicar cada uno de los paquetitos que llevaba nuestro nombre, añadía aun más a la aventura. Todo lo relacionado con Navidad ocurría en diciembre y cerca de la fecha del nacimiento de Jesús.

Se montaba el nacimiento para el cual mi mamá nos ponía a pintar yardas de papel manila simulando cerros y praderas, se compraba el arbolito, que si no me equivoco se ponía más cerca todavía de la fecha clave, pues pienso yo, que como su manejo no era tan especializado como ahora, se trataba de evitar que se secara antes de tiempo. Eso no lo puedo afirmar científicamente, es solo una conjetura propia a la que he llegado luego de mucho darle vueltas a la cosa.

Terminábamos de intercambiar regalos, ayudábamos malamente a recoger el reguero, jugábamos un rato con el “juguete principal” y a bañarse y vestirse para ir a comer arroz con pollo donde mi abuela. Éramos una tropa de más de veinte nietos, de allí el menú de paila grande. Pero a todos nos parecía fabuloso. Los nietos comíamos aparte porque se podrán imaginar que en la mesa principal solo los abuelos, sus hijos y cónyuges. A nadie le parecía raro el sistema de castas, más bien felices de estar del lado de la muchachera.

Y así, sin mayores complicaciones pasaba cada año la Navidad que jamás llegó ni en septiembre, ni en octubre, ni en noviembre y a nadie le hizo falta.