¿Les suena este pregón? Es lo que la gente grita cuando está en algunos de esos eventos tipo revolcón. ¿Qué se yo? Una comparsa, una competencia deportiva, cualquier cosa que se amenice con una barra. Es de “chíquitibun alabimbombao” ya no existe. Está bien, las cosas cambian y ya a los niños tampoco se les leen los cuentos de Pulgarcito ni Hansel y Gretel porque en realidad son bastante “góticos” por ponerles un nombre decente. Quizás preferimos no reconocerlo, pero así era la vida en siglos pasados. Las mamás se morían a diestra y siniestra dejando catorce pelaítos, las madrastras pues no la tenían fácil así es que se les salía el cobre; los bosques eran misteriosos y llenos de criaturas mágicas buenas y malas… generalmente, malas y aun no se había concluido que los cisnes cuando jóvenes son más feos que el engendro de doctor Víctor Frankenstein.

Así la cosa, la vida transcurre diferente. Lo que estoy yo aquí en mi casa, en la víspera del día de la Navidad, deliberando solita es si esta dichosa pandemia sigue o se detiene. Mientras lo pienso, debo concluir que ella, por sí sola, no tiene ni vida ni voluntad propia ¿o sí? Y que somos nosotros quienes se la infundimos… igualito que hizo Frankenstein. Para quienes recuerdan la historia, el famoso monstruo no era intrínsicamente malo. Era feo, sí, horroroso y esta fealdad ocasionaba miedo y desprecio en quienes lo miraban. El pobre sufría con este desprecio y, claro, se ponía furioso y empezaba a hacer destrozos. Más o menos como vemos en la “teli” cuando alguien le quita el estacionamiento a quien lo está esperando en el desmadre de un mall. Bates de béisbol, patas de cabra y hasta pistolas he visto salir del auto del ofendido.

Entonces, yo pienso… así como los locos, como suelo hacer cuando estoy frente a la pantalla de mi aparato, que el virus (digamos que piensa y siente, solo por fregar la paciencia) ve que la gente se está vacunando, que no se quita la mascarilla, que evita ir a eventos multitudinarios y, bueno, se tranquiliza. Todo empieza a verse medianamente normal. Se puede regresar al supermercado en familia porque los aforos ya no son limitados, ocasionalmente la gente sale con uno o dos amigos a comerse algo preparado en una cocina que nos es la de su casa e, incluso, hasta uno que otro juego de fútbol se puede ir a ver.

Pero entonces ocurre que poco a poco y sin que las autoridades se vayan dando cuenta, la gente se pone la mascarilla solo de adorno sobre la quijada porque “es que no me gusta” y las fiestas que por un instante fueron de cincuenta personas ahora son de cincuenta mil y todo el mundo apretujado y, como hay que comer, hay que quitarse la mascarilla y ya que me la quité se me olvida volvérmela a poner.

Es justo allí cuando el virus (que ya dijimos que piensa y siente) se despierta de su letargo y dice “si ellos pueden joder, yo también”. Así de sencillo. Y empieza la cosa de nuevo, como el pregón de las barras. ¿Seguimos? ¡SÍ! Feliz año amigos queridos. ¿Qué tal si dejamos al COVID dormir por un rato? Está agotado.