No sé cuántos de ustedes habrán sido “saltadores de soga” en los años sesenta. Yo fui; y entre todas las fórmulas posibles, una de las más divertidas era aquella en que varios participábamos en el juego. Obviamente, dos personas ─una en cada extremo─ manejaban la soga, que era larga y, preferiblemente, gordita. El resto del combo se paraba en una especie de fila y, por turnos, y mientras cantábamos, iban entrando a la soga y haciendo lo que los “manejadores” indicaban. Osito, osito, métete a la cueva… osito, osito, saca un brazo… osito, osito saca el otro. Las instrucciones continuaban hasta que la persona perdía el paso y debía salir. No se imaginan la cantidad de cosas de debíamos hacer. Sacar brazos y piernas era lo fácil.

El encierro del 2020 me recordó un poco la cueva del oso. Por lo menos en mi caso pues, entre otras cosas, confirmé que, si bien mi esposo y yo somos rebeldes para algunas cosas, para otras somos hiperobedientes. Entramos a casa el domingo 14 de marzo de 2020 con las botas todavía cargadas del lodo que trajeron de la subida al Volcán Barú y allí estuvimos hasta hace pocos días. Bueno, con un par de excepciones “excepcionales” en el caso de mi marido, mientras que yo, solo salí de casa estéril a casa estéril las veces que me mudé donde mi mamá.

La verdad es que los servicios de “deliribi” en la ciudad se volvieron todo lo eficientes que uno puede necesitar para abastecerse de alimentos y medicinas, que, a fin de cuentas, es lo que se necesita para vivir, y como decidimos Toño y yo, lo que no se consigue a domicilio no se come. Comimos bien durante todo el año.

Pero llegó la vacunación y los ositos estábamos en el segundo grupo ─entre los mayores de 60, claro─ y nos vacunamos puntualmente y nos volvimos a vacunar y abrimos la puerta ─no porque nos tropezamos con la soga─ y ¿saben lo que hicimos? Compramos unos boletos de avión, muchas mascarillas N95, caretas de las buenas y de las de repuesto y viajamos a Estados Unidos a visitar a los hijos y nietos que teníamos más de año y medio de no ver.

Entiendo que suena un poco drástico eso de que la primera “salida” sea del país, pero es un asunto de prioridades y, aunque me gusta mucho ir al supermercado, me hace más feliz compartir con la tropa ausente. Así pues, cerramos el agua, el gas y pusimos llave a todas las puertas y a volar se ha dicho.

Durante todo el viaje seguimos con la obediencia, a pesar de que no todo el mundo cumple las reglas perfectamente. Están los pasajeros que se bajan la mascarilla para comer y luego olvidan regresarla a su lugar; cuando las auxiliares de vuelo dicen que van a llamar las filas por número para el desembarque, están los de la fila treinta y cinco que se levantan y caminan antes de que los llamen; el gentío en migración es algo inaudito y no hay exactamente dos metros entre una persona y otra, pues si los hubiera, la fila llegaría hasta el país de origen, pero sobrevivimos.

Acá en Estados Unidos las cosas son diferentes. Donde estamos nosotros usar mascarillas en exteriores es opcional y veo que la gente en el 99% de los casos escoge no usarlas y digo 99% porque Toño y yo somos el 1%. A ver… luego de un año en la cueva no es verdad que un desconocido nos va a estornudar en la cara y nos pillará sin protección. Nos miran raro eso sí. Pregúntenme si me importa.

Estaremos por acá un buen rato pues hay que visitar varios hijos y muchos nietos así es que ya les contaré.