Mi reloj marca exactamente la una y cuarenta y seis. Acabo de levantarme para ir al baño y al volver a la cama me doy cuenta de que ya es mañana, o sea viernes, o sea día de publicación de mi artículo semanal, o sea del artículo que no he enviado a La Prensa. Siento un escalofrío recorrerme todo el cuerpo: El artículo que tiene altísimas posibilidades de ser el segundo en casi treinta años que no ve al luz del sol el día que le corresponde.

Ya había vuelto a la cama y por un momento no sé qué hacer. Mil pensamientos tristes se me incrustan en la mente, todos peleando por ser el que yo escoja. ¡Qué horror, mañana me levantaré y mi página estará en blanco en la Revista Ellas! Estoy a punto de resignarme cuando entre una desesperación y otra decido que no hay peor esfuerzo que aquel que no se hace así es que salgo disparada de la cama pensando: lo mandaré de todas formas y quizás, puede ser, a lo mejor, la dulce Anahil se compadezca de mí y encuentre la forma de llevarlo a dicho espacio vacío antes de que termine el día. Con esto de que ahora los deadlines han cambiado y puedo enviar mi texto ahí raspandito con el viernes quizás ocurra.

Reviso el calendario y no es fecha de edición escrita para la cual si debo cumplir con la estricta fecha de entrega de muchos días (o semanas) antes como era en los viejos tiempos así es que suspiro de emoción. Salgo volada del cuarto a buscar mi computadora y no la encuentro. ¡Dios lo único que faltaba! El cuarto está oscuro y no quiero encender la luz por no despertar a mi esposo, pero mientras busco mi mochila en el lugar en que generalmente la coloco y no encontrarla caigo en la cuenta de que fue él quien la subió al apartamento pues me había dejado en un sitio y fue él quien subió la mochila a casa. Busco a tientas obstinada en no encender la luz y gracias a Dios la encuentro.

A todo esto no paro de pensar ¿cómo me puede haber pasado esto? Asumo, porque no tengo otra opción, de que entre el regreso a casa del viaje al Danubio apenas hace un par de días con el correspondiente jetlag producto del montón de horas de diferencia entre un destino y otro, la angustia de revisar cuarenta veces el folder de documentos que tenía que llevar ayer a las 7 de la mañana a la Embajada Americana para la renovación de mi visa, la atención de un imprevisto y un almuerzo intercalado (o sea no de los normales de comer y ya, sino en restaurante con amigas) se me cruzaron los cables. Literalmente.

Bueno aquí estoy y las manecillas del reloj han avanzado lo suficiente para marcar las dos y cuatro minutos. Respiro (porque creo que se me había detenido la respiración), miro el contador de palabras y uffff, llevo cuatrocientas noventa y ocho, lo que significa que mientras me despido de ustedes llegaré a las quinientas que debo completar. Pongo el punto final, que en este caso es punto seguido y regreso al principio para revisar mientras rezo que en la revista se compadezcan de este pobre artículo que estuvo a punto de no serlo.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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