Han pasado más de veinticinco años desde que Julieta, mi hija, participó en una competencia de ballet. Fue a muchas y la experiencia resultó didáctica, estresante, hermosa, sufrida, emocionante, dolorosa, solidaria, aterradora y todo lo demás que aflora cuando se es parte de una actividad competitiva.

El sacrificio la incluía no solo a ella sino también a la familia pues se comprometían vacaciones, ratos compartidos y todos vivíamos las angustias de la bailarina. Hubo viajes fáciles y otros muy difíciles; medallas ganadas y otras que no se vieron, pero debo decir que si aplicamos las matemáticas a la vivencia total esta generó un efecto multiplicador en la vida de mi hija y en la mía propia.

Se forjaron lazos de amistad que han perdurado aún después de las despedidas, agradezco que haya desarrollado músculo emocional, una destreza importantísima ante las vicisitudes de la vida y, por supuesto, disfruté mucho de las oportunidades que tuve de presenciar el crecimiento de montones de talentosas bailarinas panameñas.

Fast forward y me veo hoy viviendo los mismos sustos y emociones con mi nieta Victoria, que empezó temprano en este julepe y, aparte de verla bailar en las competencias locales, me invitaron a su primera competencia internacional ¡se imaginan! Plié, relevé revisited.

Me he encontrado con muchas “niñas” que competían en los tiempos de Julieta que ahora tienen a sus hijas compitiendo. Muchas escuelas de ballet de Panamá representadas en la Universal Ballet Competition, todas con excelentes bailarinas, todas dejando muy en alto el nombre de nuestro país. Yo de abuela, conductora designada, costurera para emergencias y, en general, personaje entre florero, masajista improvisada y apoyo emocional puedo ver desde fuera un panorama estupendo que incluye horarios estrictísimos para clases y presentaciones —como debe ser— movimientos de bailarinas provenientes de muchas localidades dentro y fuera de Estados Unidos, padres de familia y familias enteras en algunos casos.

Impresiona que a pesar de estar compitiendo dentro de una misma categoría y de que los premios son limitados, se respira un aire de solidaridad entre las bailarinas que genera un ambiente de sana competencia. Habrá una que otra excepción, pero en general, se apoyan y se ayudan en lo posible. Estas competencias abren el compás para conocer gente nueva, hacer amistades, alegrarse cuando se da un reencuentro y, por supuesto, viajar que siempre amplía horizontes.

Obviamente, lo que viví en los seis días que estuve en North Carolina no se parece en nada a lo que experimenté con mi hija hace más de veinticinco años. Todo evoluciona y el ballet no se queda atrás, pero no puedo decir que una dinámica es mejor o peor que la otra, sencillamente son diferentes y diferente es bueno. Felicito a todas las escuelas de danza de Panamá que viajaron con sus bailarinas y, agradezco a la vida la oportunidad que me brindó de revivir épocas, que, si bien han estado archivadas por muchos años, no olvidaré jamás. No niego que ver a mi nieta bailar fue el momento culminante del viaje, pero los abrazos que compartí con mis antes “niñas”, hoy madres y profesoras de ballet, hicieron que la experiencia fuera doblemente hermosa.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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