En junio de 1973, un par de días después de mi graduación de secundaria, pasé por un saloncito de belleza que quedaba cerca de la escuela en Orange, California, y le dije al peluquero: “amárrame una cola y córtame el pelo corto, corto”. El salón se llamaba Stacey’s Factory y el peluquero Dan. ¿Por qué me acuerdo de estas cosas? No tengo la más remota idea. La cola estuvo guardada de recuerdo por siglos.

Llevaba yo muchos años con el pelo largo. Era la moda, y para mi buena suerte, la “cholera” iba de maravilla con la moda hippie de cabellos chorreados, ocasionalmente adornados con un cordón de cuero sobre la frente, o sencillamente atados en una cola de caballo. Por aquellos días, uno había descubierto montones de trucos para lucir como mandaba la moda. Aquellas con el pelo un poquito más rebelde vivían en “caracol o tubi-tubi” o como sea que quieran llamar a la técnica de enrollar la moña sobre la cabeza, ocasionalmente con un rollo gigante en la coronilla que sirviera de guía.

Desde aquella fecha no he vuelto a tener el pelo largo. En una que otra ocasión quizás me llegó al cuello, pero han sido pocas y distanciadas. No tengo que contarles que estamos en pandemia, que uno no sale a menos que sea por urgencia notoria y, por supuesto, así como uno no sale, nadie entra a la casa, ergo… el pelo va creciendo. Y yo, bueno, aquí pacientemente tratando de mantenerlo a raya. Podría cortármelo yo misma ─como he hecho alguna vez─ pero no me ha llegado esa inspiración todavía.

Decidí probar mantenerlo fuera de la cara usando vinchas, pero ya saben que no todas las vinchas han sido creadas iguales y yo ya no estoy para dolores de cabeza por puro gusto. Finalmente encontré un modelo perfecto. Tiene dientes así es que recoge bien el pelo y no se entierra por ningún lado. Deleitándome con la comodidad del artefacto, me vinieron a la mente los sufrimientos que padecimos en la infancia y juventud y, que gracias a Dios, han sido erradicados como la viruela.

En primer lugar y sin competencia alguna la “engañadora”, crinolina, o como quieran llamarle, era pieza indispensable para las niñas a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Aquellos trajecitos cortos debían estar completamente horizontales y la única forma era colocando debajo una o dos de estas cosas que siempre, siempre, siempre apretaban horrible en la cintura. Cuando finalmente te la podías quitar había un camino rojo que dividía el cuerpo en dos y que inicialmente ardía, luego picaba y bueno, no me quiero ni acordar.

El otro día mi nieta me comentó que había hecho una camisa tie-dye y que, aunque no tenía ligas de verdad, había resuelto con ligas de pelo. Jajajajaja…. Se podrán imaginar que recordé que cuando nosotros hacíamos las susodichas piezas de vestir las ligas de caucho eran las ligas de pelo. ¡Qué tirones cuando uno se las iba a quitar! Se perdía buena parte de la cabellera que había tenido a bien enredarse terriblemente. Y ni hablar de que antes de que se usara elástico para jugar liga china, la liga se armaba uniendo… adivinaron… ligas de caucho que, como podrán imaginar hacían las veces de mecanismo depilador para los vellos de las piernas. ¡Ouch!

Agradezco no haber sufrido los tacones de aguja, pues en mi juventud o andaba uno encutarrado, o con zapatos que no sacrificaban la comodidad por belleza. Y, cuando volvieron, tenía yo edad para rebelarme contra ellos. ¡Nada que pique, puye ni se entierre!