Durante el encierro posnavidad, por una de esas afortunadas casualidades de la vida cuyo origen no logran determinarse por falta de atención inicial, quedé viendo un documental sobre la vida del dramaturgo Arthur Miller. El mismo es obra de su hija menor, Rebecca Miller. Me gustó mucho.

Arthur Miller ha sido catalogado como uno de los grandes dramaturgos del siglo XX en la literatura norteamericana y sus obras teatrales parecen haber sobrevivido, no solo el paso del tiempo sino la evolución en la forma de pensar del público en general. El documental resulta una mirada íntima a la vida de Miller y en el que se incorporan a ratos conversaciones, noticias y, por supuesto, extractos de su autobiografía Vueltas al tiempo publicada en 1987, apenas 8 años antes de la muerte del autor. A mí, personalmente, me encanta ´aguaitar´ la vida ajena, en el buen sentido de la palabra, claro.

Se menciona muy por encima el tema de su hijo con Síndrome de Down, mismo que fue recluido en una institución a los pocos días de nacido, porque, aparentemente, eso es lo que solían recomendar los médicos en aquellos días y sobre quien el autor nunca habló. Según manifiesta su propia hija, él le dijo que estaría dispuesto a expandir sobre el tema, pero ella no encontró el momento para profundizar en el y… “pues Miller murió y ya no hay a quien preguntarle”.

Fue un personaje controversial en muchos aspectos. Su historia familiar, parecida a la de la mayoría de los inmigrantes que pobló gran parte de los Estados Unidos, sin duda fue una influencia importante en su forma de ver la vida y ésta se veía reflejada en sus obras.

Luego de caminar de la mano de su hija a lo largo de gran parte de la existencia de este personaje les voy a contar que es la frase con que cerró el documental la que se ha quedado revoloteando en mi mente desde que la escuché. Para ubicarlos, Miller vivió más de cuarenta años en Roxbury, Connecticut. Allí, rodeado por un bosque ─que en parte el mismo había sembrado décadas antes─ transcurrían sus días entre escribir, trabajar la madera, pues dicen que era muy buen ebanista, y, en general, vivir.

Y mirando hacia ese bosque escribe sobre los coyotes que deambulan entre los árboles y lo observan y… “Se preguntan quién soy yo y qué hago en esta cabaña bajo la luz. Yo soy un misterio hasta que se cansan. Pero la verdad, la verdad primera, probablemente, es que todos estamos conectados, mirándonos unos a otros. Incluso los árboles” ;. Y con ese punto y seguido se abre la compuerta. “Mirándonos unos a otros”. Al final eso es y así caminamos “mirándonos unos a otros”.

Y para entender lo que miramos, pienso que debemos ser selectivos en nuestras observaciones y llevarlas más allá de la sola piel. Más allá de las observaciones ajenas y del chisme y de “lo que dicen las redes sociales”. Inevitablemente me pregunto si cuando los “coyotes se aburren de mirar” es porque no encontraron nada interesante o porque no entendieron lo que veían. Lo que sí es cierto, independientemente de que lo reconozcamos o no, es que “todos estamos conectados” y es por eso que el movimiento ─o ausencia de él─ de cada criatura sobre la faz de la tierra afecta al resto. Miren bien antes de dar el próximo paso.