Conociéndome como me conocen, saben que muchos de los veranos de mi juventud los pasé en El Valle de Antón. Allá prácticamente nos mudábamos apenas empezaba abría el mes de enero y no había jamás un minuto de inactividad. Esto, en parte, porque no éramos lo única familia que escogía aquel destino para veranear por lo que cada uno de los hermanos encontraba un “combo” con el cual “parquear”. Y, ante la mínima sospecha de que no fuera así, mi mamá apretujaba uno o dos invitados en la camioneta pues… ya saben… siete no son suficientes.

Luego de casi año y medio de “alejamiento” de hijos y nietos empezamos a tocar codos nuevamente y con la visita de las tropas norteamericanas hemos tratado de incluir paseos… ya saben, visitas a sitios fuera de la ciudad para que los chiquillos tengan donde correr y ensuciarse porque nosotros vivimos en apartamento. El primer paseo fue, casualmente, a El Valle de Antón. Y, gracias a un pequeño milagrito, siendo julio, nos hizo buen tiempo, es decir, no llovió sin parar, que es lo que usualmente ocurre en este mes.

Entonces, niños y adultos pudimos hacer todas las visitas de rigor en aquel divertido destino: el zoológico El Níspero, el Pastoreo, cerro en el que todos los niños se iniciaron en el arte de llegar a la curumba de una montaña o montañita, el mercado donde cada vez hay menos artesanías locales y más chucherías de cualquier parte, el mariposario, una atracción relativamente nueva, o por lo menos nueva para los que veraneamos allí en los años setenta. Fue una maravilla descubrir que todavía se pueden comprar, en alguna esquina, duros coloraos’. Les llaman de fresa, pero todos sabemos que de fresa solo tienen el color y son del más puro, purísimo, Kool-Aid. ¡Qué delicia! Ya no vienen en vasitos de cera miniatura como antes sino empacados y congelados en unas bolsitas de plástico, pero nada importa, igual lo dejan a uno teñido de rojo de pies a cabeza y con el sabor de la infancia en el corazón. No había “de uva” el otro sabor que era capaz de competir con el de fresa y no importó. No siempre se consigue todo lo que uno quiere.

Estuvo tan bueno el tiempo, que hasta baño en piscina hubo. Para el gusto de las panzas, comieron pastelitos y panes dulces de Cano y, por supuesto, michitas salidas de tradicionales hornos de leña. Eso sí, mucho más pequeñas que las que nosotros comprábamos, pero ya saben que con el correr del tiempo las cosas se achican proporcionalmente al aumento de precio.

No dio tiempo de ir a zambullirse ni en ríos ni en pozas porque tres días no dan para tanto, pero fueron suficientes para que los niños escribieran las primeras líneas en sus cuadernos de sus aventuras valleras, que espero sea muchas y se repitan durante muchas vacaciones para que, al igual que sus padres y abuelos, cuando se coman una michita de pan, cosechen guayabas del palo del patio, chupen un duro colorado, o alimenten patos con maíz sientan que la niñez vuelve completita, con cuentos y todo a traerles momentos de extrema felicidad. Estoy muy feliz de que nuestro valle ahora sea “su” valle.