Yo no sé los suyos, pero mis recuerdos tienen vida propia y me visitan a discreción y sin pedir permiso. Por ejemplo, el día que estaba escribiendo el artículo sobre el inventario de árboles en el patio trasero de la casa de mi abuela se formó un revulú en mi cabeza que después no sabía cómo desenredarlo.

Ocurre que la casa de mi abuela, la de vía España, como les comenté, era un lugar maravilloso para los niños. Allí, todo nos parecía maravilloso, desde las copas de cristal de colores (ni sé si eran de cristal o no, pero me parecían finísimas) en que servían los helados hasta el escondite debajo de la falda del lavamanos del bañito de visitas que quedaba como debajo de la escalera magnífica o en sus alrededores. Hay detalles que no sé si son ciertos o producto de mi imaginación, pasando por la “bola de cristal” que se llenaba de agua y en la que se metía una flor que aumentaba de tamaño y belleza en aquel sencillo medio. Y, claro, cuando no tenía flor adentro, servía para predecir la buena o mala fortuna.

Ahora que he aprendido que los espacios se encogen a medida que uno va creciendo, no estoy segura si la casa era grande, enorme o gigantesca, pero concluyo que eso no es lo importante, lo que vale es todo lo que ofrecía en términos de aventuras.

Y, andaba yo de lo más feliz deambulando por todos sus rincones, disfrutando del aroma del jazmín de la esquina cuando, sin preaviso alguno, me vi en El Valle de Antón. Debe ser porque las brisas del verano suelen dejarme por allá con frecuencia.

Una chácara, tres mandarinas, un boli y un paquete de galletas era lo único que se necesitaba para apoyar la subida a cualquiera de los cerros que protegen este maravilloso lugar, unos más escarpados que otros. Alguno con dificultad suficiente como para provocar algún accidente imprevisto que añadiera emoción al día, pero todos tentadores.

Aunque los días en El Valle eran intensos y discurrían entre los mencionados cerros, el Chorro de Las Mozas, los juegos de voleibol (que eran religión), los baños en represas con el fondo lleno de hojas limosas que, honestamente, me parecían y me siguen pareciendo asquerosas; la movilización a pie o en bici de un lugar a otro, las noches no eran menos interesantes. Sin importar la edad, siempre había una correteadera jugando ‘compañerito pío pío’ o se compartían cuentos de mucho miedo en las ramas de un árbol o en algún rancho bien oscurito e inexorablemente se recibía la visita de un búho con su canto que sonaba a Tulivieja cuando todo el mundo ya estaba con los pelos de punta.

De repente, regresé a mi Edificio El Dorado y a la calle sin salida en la que patinábamos y jugábamos tiquiball hasta que se nos pusieran los cachetes colorados y/o llegara el muchacho del barrio que nos hacía latir el corazón y se nos cruzaban los pies y los cables.

No es por nada, pero la vida era amable, muy amable. Nadie se aburría y no había espacio para ´necesitar´ más nada que no fuera lo que teníamos a diario: un buen rato de diversión sana, que por cierto era nuestra responsabilidad inventar.

Llegaron muchos recuerdos más, pero no me caben, así es que los iré compartiendo poco a poco. Si es que no se escapan.