Estamos encerrados, no les tengo que contar pues es una vivencia que muchos en este país de Panamá compartimos. En el encierro ocurren diferentes eventos. Dedicamos el doble de tiempo a limpieza, solo porque como estamos más tiempo en casa, literalmente deambulando, vemos el sucio que vive por los rincones que antes pasaba desapercibido.

Sí, ya sé. Hay quienes acomodan sus clósets y dedican tiempo a unas actividades que a largo plazo resultan muy positivas, sobre todo para los alérgicos. Yo no soy de esas. Para qué mentirles a estas alturas de la vida. Igual, ya me conocen y me pillarían en la mentirota.

Yo cocino, pero eso lo he hecho desde siempre así es que no hay mérito en seguir repitiendo lo mismo. Y, ahora viene lo bueno, en el tiempo que me doy libre luego de todos los oficios, veo tele. ¡Ah! Creo que eso ya se los había contado, pero bueno, ténganme paciencia. Lo que pasa es que desde que se me coló “el repetido” he quedado como con el trauma de que estoy dando vueltas sobre los mismos cuentos.

Sé que alguna vez, hace muchos, muchos años, como en los cuentos de hadas, les comenté que cuando finalmente logré ver El Graduado ─la película prohibidísima de finales de los sesenta, superada solo por El último tango en París que estrenó como cinco años después─ me pareció la gran tontería el hecho de que “no fuera apta para menores de dieciocho años” pues ya para finales de los setenta o principios de los ochenta cuando la pillé todos esos temas “prohibidos” eran el pan con mantequilla de todos los días.

El caso es que hace un par de días, carcomida por el ocio con que suelo premiarme los fines de semana y ya con los ojos llorosos de tanto repasar libros que tengo en fila para leer desde hace meses, opté por ver nuevamente Love Story ─porque está en Netflix, claro, no porque se me ocurrió buscarla─. Ahí se veía la fotito de Ryan O’ Neal con su carita de hush puppy, y me venía a la mente la canción con que Andy Williams siguió arrancándonos lágrimas por muchos años después… “Where do I begin, tararará… to tell the story of how great a love can be, tararará y Jenny diciéndole a Preppy (Oliver Barret IV) con su tono golpeadito de siempre “love means never having to say you’re sorry”. Fue mucha tentación. Y aunque dudé un poco recordando la experiencia de El Graduado, me eché al agua. ¿Qué tenía que perder? Ya verán.

Todo muy bien al principio. El campus divino de Harvard, la moda tan familiar de los setenta, los otoños, inviernos y veranos que se sucedían como en cámara rápida y bueno, ya saben, el romance, con los emparedados de mantequilla de maní en el murito donde estudiaba Oliver, el carrito deportivo, las revolcadas en la nieve y todo eso que seguramente en los setenta nos parecía perfecto.

Mientras transcurría el film yo recordaba exactamente en qué asiento del teatro estaba ubicada mientras los torrentes de lágrimas corrían por mis mejillas. Recordaba las noches en que pasaba horas esperando la llamada de algún amor temprano con la cancioncita detrás, en fin, incluso la tipografía con que escribieron el nombre se empezó a ver por todos lados. Recibió siete nominaciones al Óscar. No se podía pedir más.

Excepto que… en 2020 me pareció muy raro y hasta ofensivo que el médico no le hubiese dicho a Jenny que “estaba muriendo” sino al marido ¿cómo así? Y él, se guardó la información por quién sabe cuánto tiempo. Me visitó también el pensamiento fugaz de que todas las protagonistas que se mueren se llaman Jenny (recuerden la de Forrest Gump), pero eso no viene al caso. Y después que Jenny se murió y Oliver hizo las paces con su estirado papá no tenía ganas de llorar como la primera vez. Sin embargo, la imagen de Oliver de espalda viendo el campo de patinaje al principio y al final de la película… esa ya es otra historia.