Mami Loli vivía en una casa maravillosa sobre la vía España. Exactamente enfrente del Hotel Panamá (cuando era Panamá Hilton y tenía jardines). Digo que la casa era maravillosa pues, además de haberse erigido como una edificación arquitectónicamente bella, con todos los elementos que se integraban perfectamente en las construcciones del siglo XX, cuando los arquitectos pensaban en el bienestar de los residentes, estaba llena de rincones mágicos.

Así pues, había un cuarto que permanecía vacío, excepto por un freezer en el que se guardaban los helados; le hacían compañía los abrigos y vestidos que habían pasado a mejor vida o estaban a la espera de otras vidas en un closet de pared que poco se abría y, por supuesto, el baño con cerámica color verde oscuro que estaba embrujado.

A la sala en la que vivían vitrinas llenas de hermosas muñecas de porcelana, solo nos dejaban entrar en época de Navidad para que admiráramos el árbol que tan cuidadosamente ponía Timoteo o… para los rezos del abuelo que recuerdo perfectamente a pesar de que tenía solo diez años. Quizás fue esa combinación de “empanaditas y reza por nosotros” lo que grabó esa noche en mi memoria. Aunque miento pues, cuando abrían las grandes puertas que la comunicaban con la enorme terraza interna en que solíamos vivir para barrer y trapear, uno se colaba a ver las maravillas de esas vitrinas.

La escalera era como la de las películas románticas y la cocina un lugar al que matábamos por acceder, pero no siempre Eladia estaba de un humor suficientemente bueno como para permitirlo. Las puertas de las regaderas tenían figuras míticas esmeriladas en los vidrios e incluso “la parte de abajo” que era área de lavandería y de un espacio enorme en el que se podía patinar cuando estaba lloviendo y de los garajes en los que había desde aparatos para afilar cuchillos hasta otras curiosidades sobre un piso de “cemento llaneado” que era igual de bueno para los patinadores nos recibía de buena gana.

El jardín de adelante era lindo con sus rosales y sus tres araucarias, pero donde realmente vivíamos en el en patio de atrás. En retrospectiva, no había mucha cosa ahí lo cual lo hacía aún más atractivo porque uno podía correr libremente por el inmenso terreno. Ya saben que en el universo de la gente culta los árboles se llaman árboles, pero aquí en Panamá lo que vemos son palos de mango, palos de marañón y palos de lo que sea.

El inventario de aquel enorme patio trasero era así: apenas uno entraba, a la derecha, un rancho, que puede haber sido grande o chico, pero a nosotros nos parecía grande. A un costado de dicho rancho un enorme palo de mangos papayos que lo deben haber sembrado los mismos dioses porque la fruta que daba era fuera de este mundo.

A lo lejos, en la esquina izquierda del terreno, por donde poco andábamos un palo de cañafístula, con sus largas vainas redondas, chocolates y tostaditas rellenas con unos pequeños discos cubiertos de miel. Pocos se ven hoy en día, por no decir que ninguno. Creo que en el perímetro pudo haber habido crotos, pero no lo puedo jurar. Recuerden que está todo ese rollo de los primos del vecindario que en las noches sacaban las raíces de “la siembra” para no perder el campo de béis.

A medio camino hacia atrás una cerca, cuya puerta siempre abierta nos permitía pasar hasta el fondo donde estaban los favoritos: el corotú que nos regalaba sus semillas las cuales usábamos como si fueran las auténticas “ojo de venao” para curar orzuelos y demás y a su izquierda el palito de guayaba con su tronco resbaloso que nos retaba al subirlo, pero en el que siempre había suficientes mudas de cigarras para todo el combo. Ya saben que son magnífica decoración para la camisa.

Han pasado decenas de años desde que ese patio dejó de existir, pero en la memoria los “tres palos”, que en realidad eran cuatro, vivirán para siempre.