Hay ciertas cosas que, por costumbre, hacemos de una forma u otra sin jamás preguntarnos por qué. Ocurre que de repente, sin previo aviso, a uno se le alberga una pregunta necia en el coco y se queda rondando hasta quién sabe cuándo.

Esto me ocurrió hace unos días con ciertas horas de día y les voy a soltar el interrogante a ver si alguno de ustedes me ayuda a resolverlo. Empiezo con las mañanas. Cuando queremos referirnos a las horas más tempranas del día hablamos de “las mañanitas”. Así pues, cuando nos caemos de la cama entre cinco y seis de la mañana decimos que empezamos a rondar por la casa desde la mañanita; o que salimos a caminar en la mañanita, o que nos colamos un café de mañanita o que escuchamos cantar al gallo. Seguro a ustedes se le están ocurriendo muchas otras instancias de asuntos que se resuelven en la mañanita. Siéntanse en libertad de compartirlas.

En contraposición, si el evento ocurre al final de la tarde, digamos entre cinco y siete, decimos que es “en la tardecita”. ¿Ven como es la cosa? Las primeras horas de la mañana son “la mañanita”, pero “la tardecita” se refiere a las últimas de la tarde. ¿Quién decidió esto? No tengo la más remota idea. La tarde es otra cosa completamente diferente. La tarde es más ruda, más seca, más para completar lo que se empezó en la mañana. Ojo, que no en la mañanita.

Al entrar en la noche, volvemos al mismo patrón que usamos en la mañana y resulta que el principio de la noche es “la nochecita”. No sé, digamos que, de siete a ocho, por poner un marco de referencia. Entonces cuando un amigo te llama a media mañana cuando estás más enredada que una manguera de patio con asuntos de trabajo le dices que lo vuelves a llamar en la nochecita. Gracioso ¿cierto?

Son irrelevantes la procedencia de estos diminutivos y su corrección o falta de ella, así los hemos usado por montones de años y, seguramente, los seguiremos usando de la misma forma hasta el fin de los tiempos porque, sea como sea, su pronunciación lleva cierto grado de ternura implícito y ninguno de nosotros querría vivir sin ella. Ni yo, que tengo una pelea vieja con los diminutivos que solo la sobrepasa la que tengo con los adjetivos.

Yo sé que deben estar pensando que a santo de qué me he inventado esta especie de trabalenguas de las horas del día. No les puedo contestar porque yo misma no lo sé. Los términos aparecieron una mañanita en mi cabeza mientras desayunaba y la curiosidad se me ha quedado revoloteando como me suele ocurrir con muchas cosas.

Por ejemplo, este artículo lo estoy escribiendo de mañanita que es la hora en que mejor me funciona el cerebro… aunque a veces lo siento lúcido en la madrugada, pero esa es otra hora completamente diferente y no tiene nada que ver con lo que estoy hablando aquí. Es más, la madrugada es una hora grande, adulta, privada completamente de la ternura de las mencionadas anteriormente. Mas no hay que menospreciarla pues muchas veces es la hora de las grandes inspiraciones.

Por el momento los dejo con estos pensamientos para que tengan tiempo de confeccionar sus listas con las cosas que hacen en las horas chiquitas.