¡Qué horror, este año los “vendavales” nos tienen fritos! Y eso que son vendavales en el universo panameño, pues cuando veo noticias de otros destinos donde de verdad sopla el viento y los huracanes tienen nombre, me doy cuenta de que los nuestros son unas simples brisas rabiosas. Sin embargo, hacen estragos las puñeteras.

No sé si es porque el crecimiento de la ciudad ha llegado con un total desorden -igual que los vientos huracanados- ocasionando desagües tapados o insuficientes para el área que deben desaguar; basura que nadie recoge y constructores desalmados que paren barriadas con una infraestructura que ellos saben desde el día uno que no es la adecuada.

El otro día llevaba a una de mis nietas de un lugar a otro mientras diluviaba y nos cruzamos con uno de esos chorros de techo esquinero que tanto amábamos antaño.

Puede ser porque los ciudadanos no somos tan buenos residentes de la ciudad y no cuidamos nada, puede ser porque los materiales que se usan para construir sean de pésima calidad, ocasionando así filtraciones por las ventanas o los techos. A lo mejor es una mezcla de todo lo anterior, el caso es que no podemos con los aguaceros. El otro día llevaba a una de mis nietas de un lugar a otro mientras diluviaba y nos cruzamos con uno de esos chorros de techo esquinero que tanto amábamos antaño.

Ella se quedó maravillada mirando como caía ese montón de agua con velocidad y fuerza inaudita. Pero más le maravilló que yo le contara que siendo niña, bastaba escuchar las primeras gotas de agua golpear sobre el techo para que uno saliera corriendo a aprovechar el susodicho chorro. Muchas veces ni siquiera ocupábamos tiempo para ponernos vestido de baño puesto que éramos muchos y el que se demoraba en llegar, pues quedaba de último en la fila y quién sabe si para cuando llegaba todavía llovía.

Así, con ropa -pero sin zapatos- disfrutaba la “garulilla” (palabra inexistente cuya ortografía no encuentro) un buen rato bajo el agua. Nuestros padres y abuelos no tenían necesidad de dejar lo que estaban haciendo para proteger la casa de la lluvia, pues las casas no se inundaban, tan sencillo como eso. Ahora, otro gallo canta y basta que suene el primer trueno para que uno quede congelado del susto pensando en que detrás viene el charco que poblará recámaras, baños, oficina, en fin, toda la casa.

Nuestros padres y abuelos no tenían necesidad de dejar lo que estaban haciendo para proteger la casa de la lluvia, pues las casas no se inundaban, tan sencillo como eso.

Yo he tenido que evacuar mi oficina desde aquel día del famoso huracancito, y aunque mi marido asegura que el problema se ha resuelto -por sexta vez- todavía no me he atrevido a colocar todos los apartados en su lugar. Me aterra perder a mi viejita y a sus hijos (la computadora que necesita cambiarse y la fila de discos duros que uso para respaldar la información que ella guarda). Y es que mi oficina es un pasillito, y el único lugar donde se pueden enchufar cosas es justo debajo de la ventana. ¿Ven cómo es la cosa?

Y eso que vivo en un apartamento nuevo y eso que está en el piso 10, así es que el agua no se mete debajo de la puerta. Se mete por las ventanas que son malísimas y que no se pueden cambiar por aquello de que no se puede alterar la fachada del edificio.

Durante el aguacero del miércoles pasado, no se mojó la oficina, esta vez el turno (repitiendo, claro) fue del baño. Eso no me importa tanto. He optado por dejar pilas de toallas en cada lugar para atender la mojazón apenas ocurra. La oficina… esa viajará cuando se me quite el miedo.