Conversamos tres amigas y una relata un incidente que le ocurrió hace, uffff, un reguero de años. Tiene que ser pues la frase que encendió en mi cabeza el foco de este artículo fue “había Nokias”. ¿Quién no recuerda los teléfonos Nokia? Confiables, indestructibles, pequeñísimos (por supuesto, comparados con los ladrillos que les precedieron). Eran tan fuertes que bien se hubieran podido usar como las chancletas voladoras de las mamás de la época para meter a los chiquillos en cintura.
Antes de aquella magnífica tecnología cuando uno andaba por la calle y deseaba comunicarse con alguien tenía que pedir un teléfono prestado. La maravilla es que todo el mundo lo prestaba. En esos días por los teléfonos fijos el INTEL cobraba una tarifa fija mensual y de allí que a todo chino y chinito le daba igual que uno le consumiera uno o dos minutos. Había también teléfonos públicos en todas las esquinas y el costo de una llamada era un real o diez centavos, no recuerdo bien.
Cuando salíamos de noche a la hora de regresar nos acercábamos al teléfono del lugar donde estábamos y llamábamos a casa. Si era un lugar “muy público” a lo mejor la persona en la oficina marcaba el número sencillamente para proteger su línea de llamadas al exterior que muchas veces algún valiente quiso hacer.
Claro que ni los Nokias ni los Blackberries ni los Motorolas ni ningún otro teléfono tomaba fotografías ni mandaba/recibía correos electrónicos (o faxes que era el medio utilizado a finales del siglo XX). Era un triunfo si la batería duraba para sesenta minutos de conversación, pero éramos felices. Y cuando empezaron a memorizar los números de teléfonos que antes llevábamos en el disco duro del cerebro fuimos más felices aún, hasta que nos dimos cuenta de que esta solo función ocasionaría un deterioro masivo de nuestra capacidad de memoria.
Antes de 1995 yo me sabía todos los números telefónicos de mis amigas, de mis antiguos novios, de los hospitales, del colegio mío y de mis hermanos, del supermercado Riba Smith, de la academia de ballet, de la oficina de mi papá y de otras oficinas, en fin, mi cabeza funcionaba como un directorio eficientísimo. Ahora hay días en que tengo que concentrarme para darle a un tercero mi propio número de celular.
Me asusta esta dependencia porque hoy en día sin celular no podemos “ir al banco ni pagar la cuenta de teléfono ni obtener el pase de abordar de las aerolíneas, qué digo pase de abordar, no podemos ni hacer una reserva porque si uno tan siquiera se atreve a llamar a cualquiera de los teléfonos (celulares, por cierto) de un negocio sale una grabación que dice “comuníquese por chat o descargue la aplicación”. Así andamos. Y yo extrañando los días en que había Nokias.
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