Los funerales son intrínsecamente eventos tristes. Allí llega uno a despedir a un ser querido o a acompañar a quienes fueron más cercanos a él. Incluso cuando el difunto trae a la mente buenos recuerdos, las ganas de llorar suelen ser incontenibles. Así son las cosas.

Sin embargo, eso no significa que ocasionalmente no sean escenario de eventos felices. Por ejemplo, la semana pasada casualmente asistí a la misa del funeral del papá de una buena amiga. Claro que estaba triste por ella pues uno nunca quiere ver a una persona allegada sufrir, y aunque ya hemos llegado a la edad en que los padres son bastante mayores, nos duele despedirnos de ellos.

En ese camino de tristeza iba yo buscando una banca donde acomodarme, cuando así como porque sí me encuentro con el pediatra de mis hijos, el doctor Isaac Araúz, a quien no veía desde hace un millón de años, pues mis hijos hace mucho que no están de pediatra y él hace un par de años se sumó a la fila de los semijubilados -porque pienso que un médico jamás se jubila del todo-, así es que los momentos de encuentro han quedado reducidos a su más mínima expresión.cune

Él, tan cariñoso como siempre, se levantó a darme un abrazo apretadísimo -algo que siempre se agradece- y en escasos cinco minutos que estuvimos conversando, recapituló sobre los casi 30 años que caminamos juntos, porque recuerden que yo tengo muchos niños y hay tandas, así es que cuando la mayor ya había salido del pediatra, todavía quedaban los menores dando vueltas. Cada detalle, cada noche que compartimos en su consultorio atendiendo alguna urgencia y hasta los mafás que nos comimos juntos en alguna de ellas salieron a relucir.

Claro, como es médico, tiene memoria de elefante. Eso no me extraña. Lo que me llama la atención es que recuerde cada detalle de la vida de cada familia, porque en su larga carrera seguro llegamos a los miles. No sé, porque nunca lo he preguntado, si los médicos recuerdan más a aquellos pacientes que le dieron más trabajo, lo cual en mi caso podría ser una razón, pues como en todo hogar, en el mío vivía un chiquillo que atraía todos los males crónicos y accidentes, así es que nuestras visitas eran bastante frecuentes, pero me gusta más pensar que simplemente a don Chaco le caí en gracia con todas mis locuras.

Independientemente de las razones para el cariño, nuestro encuentro fue para mí un momento feliz. Le tengo mucho cariño al pediatra de mis hijos y viviré por siempre agradecida por sus atenciones y sus consejos –que nunca faltaron– pues hasta para prepararles las primeras comidas tenía recetas. Ni hablar de otras sabidurías que compartió conmigo y que aún practico y paso más adelante cada vez que puedo.

Salí de la iglesia reafirmando una vez más que soy una persona afortunada, pues la vida ha tenido a bien regalarme personas del calibre de Isaac Araúz, entre otras que fueron apareciendo por mi mente en ese momento de eterno agradecimiento. Es poco lo que uno puede hacer ante la generosidad de la dichosa vida, excepto levantarse cada mañana y decir ¡gracias! Es saludable y sin duda en momentos de adversidad -que nunca sabe uno cuándo aparecen– nos ayuda a mantener el panorama en su justa perspectiva. Porque es bueno recordar que incluso mientras caminamos tristes podemos encontrar la felicidad.