Hay noches de esas en que uno logra acostarse relativamente temprano y sin mucho material en la agenda mental. Uno pensaría que es en aquellas en las que uno lograría conciliar el sueño rápido y sin esfuerzo; sin embargo, he descubierto a través de los años que una mente en blanco muchas veces es conducente a preocupaciones que, aunque a primera vista luzcan ajenas a la vida propia, no lo son.

Allí estoy pues, comiendo techo y buscando abandonar momentáneamente los ires y venires de mi rutina diaria cuando aparecen -como una película en la pantalla de un autocine- imágenes que hacen que el corazón se estruje y se anude la garganta. Quiero aclarar antes de empezar que, al igual que el resto de los panameños, estoy súper orgullosa de la selección que logró llevar por primera vez la bandera panameña a una Copa Mundial, pero necesito usar este evento como punto de partida para contarles por qué, con más frecuencia de la que quisiera, lloro por Panamá.

Yo no estaba en el país cuando la Sele jugó su primer partido en Rusia. Tampoco estaba en Rusia formando parte de la barra más destacada de Sochi, en otras palabras, me tocó observar todo desde lejos. Las calles completamente vacías, las declaraciones de quienes consideraron que las empresas faltaban a la ética cuando sus trabajadores no podían detener las maquinarias que operaban para ver el partido, entre otras cosas.

Sí estaba cuando el presidente decretó asueto tan solo porque clasificamos, con el ya conocido desmadre que se formó porque para la parranda los panameños somos como los scouts, “estamos siempre listos”.

Es para otras cosas más importantes que estamos cansados, enfermos o afectados por alguna “inflamación”. Es por eso que lloro, porque las cosas andan al revés. Nos quejamos del trabajo y celebramos la vagancia. Promovemos la maleantería -basta ver a quién escogen los reporteros para entrevistar “sae”– mientras que a la decencia la arrinconamos, pues “no vende”.

Se exige que el gobierno provea lo que no se está dispuesto a trabajar para conseguir y, a pesar de que todo el mundo sabe cómo roban los funcionarios y sus amiganchos, la justicia se mantiene ciega, sorda y muda. ¡Ojo, que la venda de Doña Justicia es por imparcialidad, no por ceguera!

Gracias a becas sin mérito ni fundamento los estudiantes están convencidos de que el tres pelao es buena nota y que quien sabe dónde comprar un certificado médico es un genio. Por otro lado, hay becas que llegan a la basura cada año porque los estudiantes que podrían aprovecharlas jamás se enteran de su existencia, pues los profesores están más ocupados viendo cómo consiguen aumentos sin pasar una evaluación, que en ofrecer a sus estudiantes una guía en los menesteres de educarse mejor.

Lloro porque la búsqueda de la excelencia es cosa del pasado y a nadie le importa. Porque es más importante la transmisión de la mojadera del Carnaval que saber qué se celebra el 3 de noviembre. ¡Tanto uniforme, tanta bota con flecos y tanta charretera para no saber leer ni escribir! Lloro por Panamá porque alguna vez fuimos mejores de lo que somos hoy día y manteníamos vivo el sueño de ser aun mejores de lo que ya éramos; porque bueno no era suficiente, se buscaba “lo mejor”.

Hoy queremos llegar a todos lados por el camino corto, aquel que no tiene retos ni dificultades. Ese que provee mucho dinero con poco esfuerzo. Lo encuentro peligroso.