Es gracioso como ciertas costumbres se arraigan al punto de sentirse casi como una herencia genética capaz de pasar a generaciones futuras como los ojos celestes y el cabello negro. Son aquellas que a fuerza de repetirse se vuelven automáticas y aunque ya no sean necesarias se siguen ejecutando.

Por ejemplo, mis primeras memorias de andar en carro, mucho antes del advenimiento de los cinturones de seguridad, de las sillas para bebé y de los bucket seats –ajá, esa época existió y duró mucho más que la actual– me llevan de un lugar a otro en unos carros enormes a los cuales llamábamos “lanchones”. El chófer manejaba desde un largo asiento que iba de ventana a ventana. En ese sitio tan amplio cabían dos o tres chiquillos entre papá –que manejaba– y mamá que manejaba la radio. Digo dos o tres chiquillos pues dependía, por supuesto, de la edad de las criaturas. Eran los puestos más peleados en la geografía del auto.

Más adelante, algunas camionetas traían un tercer asiento en el baúl y éste miraba hacia atrás. Ustedes dirán que eso era medio raro y sí lo era, mas no si el novio venía en un carro detrás y uno podía embelesarse mirándolo todo el camino.

Bien, dejemos a los novios y volvamos a la edad primera. Cuando viajábamos solo con la mamá en ese casi “sofá” cabíamos hasta 4 o 5 pelaítos. Ocurría que ocasionalmente la mamá metía un frenazo. La razón, igual que hoy, podía ser cualquier cosa, un taxi que se aventaba sin hacer el alto, un niño que cruzaba la calle sin mirar para ambos lados, un perro, una pelota, lo que más rabia le dé. Ante el evento, la mamá con rapidez inaudita estiraba su brazo derecho hasta amarrar por la cintura hasta el último pasajero que llevara adelante. Créanme era como un cinturón de seguridad de los mejores y, en más de una ocasión, evitó que la prole dejara la dentadura en el tablero. A mí me tocó ser parte de la generación de las madres que aplicó esa técnica.

Afortunadamente, llegaron las sillas para bebé, se volvió indispensable colocarlas en el asiento trasero y además los autos perdieron el asiento largo. ¿Saben qué? Todavía cuando freno repentinamente mi brazo se estira hacia la derecha sin que yo tenga conciencia del movimiento. Ahora lo único que sostengo es mi bolso y evito el desastre que sería que la media vida que llevo ahí dentro quede regada en el auto. Para algo sirve la reacción automática.

Y ya que he salido a pasear, tengo que mencionarles la costumbre de mi abuela Mami Loli, que al igual que el “brazo de mamá” ( bautizado así internacionalmente), se repetía al iniciar un viaje. ¡Ojo! Viaje era cualquier traslado más allá del supermercado o la panadería. Íbamos para el interior y venía la instrucción “recen un padrenuestro a San Cristóbal”; igual ocurría si el viaje era en avión o en barco. Sospecho que si el viaje era en avión mi abuela rezaba un rosario entero. Ella iniciaba santiguándose mientras daba la instrucción y la imitábamos.

¿Qué les puedo decir? Hasta el sol de hoy, inicio mis viajes santiguándome y rezando un padrenuestro a San Cristóbal. No importa si es al otro lado del Puente de las Américas o del océano Atlántico. En mi caso, como ya dije al inicio, son memorias genéticas.