Cuando mi abuelo Papa Juan murió yo tenía apenas como nueve o diez años. Los ratos que compartí con el fueron apenas esos que los niños les robaban a los adultos y, casi siempre, como espectadores más que como participantes pues había todo un protocolo para compartir con los mayores. Hoy no podemos imaginarnos esas líneas invisibles que separaban uno de otro porque ya prácticamente no existen gracias a Dios.
Aclaro mi edad y las fórmulas existentes en aquellos días porque son totalmente incongruentes con todo lo que yo recuerdo de él, que es mucho. No mucho, muchísimo. ¿A qué se debe eso? Debo concluir que el motivo es que hay personas, como el, que perduran en el tiempo porque yo tengo setenta años así es que el abandonó esta tierra hace como sesenta. Perduran en el tiempo porque fueron tan sabias y tan respetadas que sus enseñanzas se han ido pasando de generación en generación. Yo cito a mi abuelo a cada rato y confirmo que dichas citas jamás las escuché de su boca.
Pienso que debe ser enormemente gratificante dejar una huella tan profunda al partir. No se lo podemos decir en persona, pero si quienes se van nos miran desde donde están el está muy enterado de que sus hijos, nietos, biznietos y tataranietos saben de el como si lo hubieran conocido.
Reconozco que tengo buena memoria —para los sucesos actuales no sé, pero para los viejos excelente— y soy observadora, por no decir fijona, y gracias a esa cualidad, o defecto, tengo imágenes de el grabadas muy claramente. Verlo sentado frente a la mesita que tenía en su cuarto degustando sus dos jaiboles con las rebanaditas de jamón “cortadas tan delgadas que se desbarataban” y compartiendo alguna anécdota de su día con alguno de sus hijos o “nietos grandes”; aquella figura sentada en la cabecera de la mesa del comedor disfrutando un menú casi idéntico todos los días: un pedazo de filete, arroz blanco y un par de tajaditas de plátano maduro está indeleble en mi mente porque era tal honor que me dejaran compartir esos almuerzos que no osaba abrir la boca, pero no cerraba los ojos.
Cada tarde cuando entraba a la casa muy elegantemente vestido con saco, sombrero y un paraguas de esos que parecen bastones era la señal de que terminaba el día. Venía del cine y se asomaba la nochecita. Cenar… jamás lo vi cenar. Ahora que lo pienso no he preguntado si es porque no cenaba o porque yo me tenía que ir para mi casa y me perdía esa parte de la rutina. Tengo muchos de sus archivos en mi casa y me encanta leer entre las líneas de las escrituras públicas los comentarios que anotaba en lápiz rojo con su impecable caligrafía. Hasta en esos detalles es un hombre que perdura en el tiempo. Agradezco haberlo tenido como abuelo. Agradezco sus enseñanzas, agradezco los recuerdos que me acompañan.
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