Hay eventos y lugares que despiertan en uno cierta curiosidad especial. Ejercen una atracción subliminal que aflora cada cierto tiempo para recordarnos que conocerlo está pendiente. Eso me ocurrió con la pequeña cabaña de montaña en la que pasamos dos semanas espléndidas que, según mi marido, han sido las mejores vacaciones de su vida. Yo estoy de acuerdo cien por ciento, puesto que no es lo mismo viajar que vacacionar y casi siempre hacemos lo primero, viajamos.

En esta ocasión fue diferente. Llegamos a nuestro destino a la medianoche, no sin una buena cuota de pequeños y medianos obstáculos en el camino, que no viene al caso detallar puesto que solo hicieron falta unos minutos para que nos sintiéramos en casa y listos para disfrutar del futuro que asomaba prometedor.

He dejado el nombre de la cabañita donde nos hospedamos en su original italiano pues no encuentro una traducción que se ajuste a la realidad de lo que quiero expresar. Literalmente, significa puerta o portón o verja o reja, o cancela, y sí, la entrada a la propiedad está custodiada por una puerta doble de tablitas de madera pintada de rojo que deja entrever el interior. Y digo que puerta no se ajusta a la realidad pues nosotros al entrar no pasamos por una puerta físicamente hablando, cruzamos un umbral que nos llevó a vivir una experiencia que recordaremos mientras tengamos memoria.

Estar allí, sin apuros, sin planes, nos llevó al núcleo de nuestra relación, a ver con ojos buenos lo que hemos construido por casi cuarenta y dos años. Fueron los pequeños detalles vividos como si fueran grandes experiencias los que llenaron cada minuto de nuestra estadía. Confirmamos que podemos movernos en un espacio desconocido, pequeño y remoto con una fluidez asombrosa. Confirmamos, que, sin perder la propia identidad, nuestra relación se nutre de una simbiosis bien manejada, más bien de un sincretismo casi poético. Yo soy yo y él es él, distintos en el actuar, pero idénticos en esencia.

Reímos a carcajadas, rellenamos espacios que teníamos pendientes en el plan general de vida —no estamos muy seguros de que los recordaremos todos, pero haremos el intento—, comimos poco y a veces mucho, reafirmamos que amamos la naturaleza y que nuestro espíritu se regenera cuando la tenemos cerca, confirmé que mi marido es un conductor estupendo, y hay que serlo para remontar aquellos cerros escarpados llenos de curvas por caminos estrechísimos y no matarme del susto.

Cada día cuando atravesábamos aquella puerta roja, aunque fuese para dar un paseo a pie por el minúsculo pueblo de Lovero, lo hacíamos con la emoción de que nos dirigíamos a un descubrimiento maravilloso, a un confirmar que todavía seguimos siendo, el uno para el otro, la persona con quien queremos estar, con quien queremos llegar a viejos, con quien queremos pasar atardeceres de “pan y vino” mientras vemos a nuestros descendientes crear su propia magia.

Sería una ingrata si no agradeciera a la vida —y, por supuesto a mi marido que fue el cómplice perfecto— esta vivencia. Siempre he pensado que lo que se agradece tiene larga vida. ¡Gracias! Setenta bien caminados, espero las sorpresas que faltan.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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