Alguna vez les he contado que, por casi 50 años, o quizás más, viví en la calle Elvira Méndez. Aproximo los años, pues cuando llegamos allí por primera vez, yo era una niña y no hacía anotaciones mentales sobre el año, mes y día en que había cambiado de residencia.

Amarré mi caballo en varias direcciones, dos casas y 4 apartamentos y en todas fui feliz. Es que me gustaba ese barrio pues, aunque ustedes no lo crean, alguna vez fue un barrio y no un pasadizo de autos escandalosos y gente que se pelea por dejar su auto en la acera.

Para empezar, la calle Elvira Méndez era una calle sin salida por lo que la muchachada del barrio podía reunirse allí para patinar, montar bicicleta, jugar tiquibol y muchas cosas más. Donde más años viví fue en la esquina de la Elvira Méndez con la calle 52 y de allí fue donde me arrancaron como a una gata agarrada a la pared cuando me trajeron al sitio donde resido desde hace casi diez años. Es que lo que me gusta es quedarme en un mismo lugar, de ser posible, para siempre.

Hace poco estaba viendo unas remodelaciones que han hecho al edificio de la mentada esquina y, por supuesto, que al visitar áreas del edificio que llevaba 40 y pico de años sin ver ya saben lo que ocurrió: se presentó la avalancha de memorias. Es más, no fue una avalancha, fueron varias porque, como es costumbre, una llevo a la otra y todavía, una semana después se siguen desprendiendo pedazos de vida por aquí y por allá.

Los recuerdos empiezan porque “visité” lo que por muchos años fue la oficina de mi papá. Quedaba en el mismo edificio donde vivíamos así es que la visitábamos a diario. Varias veces. Ahora que lo pienso, no sé como sus secretarias nos aguantaban porque uno llegaba a molestar. Que regálame una hoja blanca, que préstame el sacapuntas, que ayúdame a dibujar las letras para este trabajo, que necesito una ponchadora, que se me dañó el folder, que porfa ábreme los huecos para que el gancho no me rompa las hojas. Mejor me detengo. Y no era uno, éramos varios los que nos instalábamos entre un escritorio y otro.

Cuando nos asomábamos al despacho de mi papá lo primero que encontrábamos era el escritorio de Papa Quica, un tío abuelo que trabajaba con él y era al único a quien le confiaban la preparación de los sobres semanales de planilla. Las muchachas afuera entre un chiquillo y otro escribían nombre e información de salario, pero era el tío Ricardo quien distribuía el dinero.

Yo aquí solita dándome otra vuelta por aquel lugar debo concluir que, como tenía ventanas que daban a ambas calles, mi papá seguro pasaba ratos mirando a ver qué estábamos haciendo, porque pasábamos mucho tiempo allí abajo. Tempranito esperábamos el bus, pero ya terminado el horario escolar se aparecían todos “los chicos del barrio” y gozábamos como recién divorciados. Era distinta la vida.

En ese despacho se armaron cada año decenas de canastas para los muchachos que trabajaban con mi papá, para los inquilinos del edificio, para los ahijados y para todo aquel que estuviera en la lista de regalos de mi papá y mi mamá. Claro que para llenarlas primero hacíamos viajes a la Central y otros destinos, pero sobre eso les contaré otro día porque se me acabó el papel.