… podría convertirse en realidad. Es una vieja frase que algunos dicen que nace como una maldición yiddish, pero vaya usted a saber si eso es cierto o una de esas mentiras que la gente postea en la web y que de tanto decirse la gente empieza a creérsela. No tengo suficiente información para sustentar ni una ni otra teoría, así es que conformémonos con saber que existe y que se usa para advertir sobre lo malo que puede ser lo que uno desea pensando que es bueno.
Eso por ejemplo me ha pasado con 2016, año bisiesto y supuestamente lleno de baches y obstáculos. Rogué para que se acabara. Para que ese día adicional en el calendario se mantuviera alejado por cuatro buenos años. Y sí, se acabó, pero en su lugar llegó 2017, año que por mérito propio podría calificar casi como bisiesto. Porque ha sido necio este 2017. Enfermedades, huracanes, más enfermedades, más huracanes. Edificios vacíos buscando inquilinos, empresas con el cinturón bien apretado, por no decir casi sin respirar, gente que se va -para siempre- así de repente. Para seguir con las tragedias naturales, inundaciones, ventarrones, países sin luz eléctrica y agua, producto claro de algún vientecito. Por ahí nos vamos.
Entonces, yo que soy necia de pensamiento, no puedo evitar elucubrar sobre este desbarajuste que ha sido el tan anhelado 2017. Les cuento que ya quiero que empaque y se vaya, pero me da terror decirlo, no vaya a ser que 2018 me oiga y venga con sangre en los ojos. Así están las cosas. Ya ni me acuerdo con cuánta anticipación se pueden empezar las campañas políticas -como es algo que me pone muy nerviosa, no se me graba en el disco duro- pero se me antoja sospechar que ya para el otro año algo va a suceder al respecto. Por esa misma línea de pensamiento, se me ocurre que si los políticos pusieran el mismo empeño en trabajar que ponen en vender su propuesta, la cosa estaría mucho mejor. Pero eso es soñar un imposible.
¿Qué hacer ante tanta incertidumbre? ¿Cómo enfrentar tantas vicisitudes sin perder la compostura? No tengo respuesta y creo que no quiero tenerla, pues, como ya dije, tan solo de pensar que me van a conceder el deseo -que por cierto ni sé qué implica- y la cosa se pueda poner peor, me da calambrina. Así le pasó al rey Midas. Hasta la gente que más quería se convirtió en estatua de oro, y supongo yo que en ese estado ni besos ni abrazos podrían darle. ¡Qué desastre esto de los deseos! Ya saben ustedes que chistes al respecto hay millones y al final todos llevan a la misma conclusión: cuidado con lo que deseas, podría convertirse en realidad.
Por el momento me voy a quedar con los deseos sencillos. Nada de viajes estrambóticos ni millones de dólares ni collares de brillantes. ¡Qué digo! Nunca he deseado estas cosas, pero por si las cochinas dudas las voy a poner en la lista para que ni se me ocurra pensar en ellas. Seré feliz con que mi nueva nieta llegue bien, con que mis hijos se mantengan saludables y que a mí se me antoje hacer dieta.

