Anoche cené mango verde con sal. Más bien me chupé las pepas que habían quedado de cuando pelamos aquellas decenas para hacer el chutney que puse en el Instagram de @2amigascocineraspty. ¿Por qué no? Estaba muy enredada con trabajo, no tenía ganas de encender la estufa ni el horno de microondas, es más, ni siquiera tenía ganas de ensuciar un plato. Entonces cuando en el fondo de una de las tablillas de la refri vi el recipiente donde había colocado un grupito de pepas me pregunté: “¿por qué no?”

Una montañita de sal y ya. No necesité más nada. Quienes me conocen, de la vida real y de estas páginas de la revista Ellas, saben que amo el mango. Se los he contado muchas veces. He conversado con ustedes de los mangos que llevábamos al colegio para comer en el recreo, y cuando el hambre apretaba debajo de la tapa del escritorio en media clase de Estudios Sociales; también he compartido con ustedes nuestras aventuras de cosecha en plena ciudad capital y hasta del palo de mango de mi abuela Mami Loli. Es que los mangos vuelven a mí con frecuencia. O más bien me traen imágenes de vivencias que no quiero que se me olviden.

No quiero que se me olvide ninguna de las cosas buenas que disfrutábamos en la ciudad de Panamá cuando solía ser más amable de lo que es hoy en día. Esa ciudad me gustaba mucho, la de ahora, no tanto. Es hostil. Y el interior, ni se diga. Eso sí era el paraíso y ni las malas carreteras ni los flats ni nada nos parecía impedimento para emprender aventuras del otro lado del puente.

Llegar a esos campos donde el campesino panameño vivía como su corazón le dictaba era una experiencia irrepetible. Casitas sembradas por aquí y por allá, con su característico olor a humo, donde siempre un alma generosa estaba dispuesta a compartir la última taza de café que dormía sobre el fogón de leña o un panecillo que vivía envuelto en un pedacito de tela viejo. La hamaca raída, la mecedora patuleca, todo nos parecía maravilloso, pero nada competía con las caras marcadas por el sol, ni las manos llenas de callos, ni las sonrisas desdentadas de los habitantes de aquellos rincones.

Extraño aquel país como extraño los mangos de a real y las naranjas de un dólar el ciento. Extraño el aire limpio que nos llegaba del mar cuando su orilla no había sido poblada por rascacielos, extraño caminar por el barrio y que la señora de la tienda se sepa mi nombre y el de mis hermanos y me hacen falta los gritos del carretillero que recogía botellas y del señor que vendía pan de dulce desde un canasto que llevaba sobre una toalla que se enrollaba en la cabeza.

En resumidas cuentas, anoche me senté frente a un platón con pepas de mango verde. Las chupé todas hasta que nos les quedó el más mínimo vestigio de pulpa; fue una cena frugal, lo reconozco, pero miren todo lo que vino con ella.