Me imagino que, a muchos de ustedes, les habrá sucedido que un evento presente trae el recuerdo de otro ya muy antiguo. A mí me pasa a cada rato, y si el recuerdo me visita cuando estoy frente a la computadora es genial, pues puedo enseguida compartirlo con ustedes.

Otras veces llega cuando estoy en la Avenida Central y me toca luego exprimir la memoria para traerlo nuevamente a la vida. Pero sea como sea, me fascina que esto ocurra. Hace unas semanas, por ejemplo, estuve tumbada con una infección en la garganta. Fue horrible, más aún porque llegó antes de Navidad y por un momento pensé que recibiría al Niño Dios postrada. Pero la cosa se compuso eventualmente y disfruté mis navidades sin problema.

Mientras estaba yo postrada en la cama, porque así fue la tumbada, se podrán imaginar que quien se me vino a la mente fue el tío Manolín, el médico que curó todos mis mocos, dolores de oído y dolores de garganta de los 5 a los 23 años, momento en que gracias a todas las tambarrias acumuladas dejé de resfriarme para siempre. Bueno, cada ocho años me cae uno como el de 2017, pero creo que eso no es para preocuparse.

Un día, cuando ya en mi cráneo había más solución salina que materia gris, creo que empecé a delirar y lo único que quería era que él me acostara en la camilla, me pusiera unas gotas de algo de un líquido chocolate rojizo, me colocara la boquilla de un aspirador en la nariz y me diera la instrucción de decir “co co co co”. De qué eran las gotas, no tengo ni idea, yo era muy niña, pero sé que cuando salía de allí podía respirar mucho mejor que cuando había llegado.

Sabía también que mis oídos estaban funcionando a la perfección, pues antes de sentarme en el banquillo y pedirme que abriera la boca, me había pasado por el cuartito sellado en el que me ponía unos audífonos y me pedía que levantara la mano cada vez que escuchaba un sonido en alguno de los oídos. Esa práctica me llevó a pasar de maravilla los exámenes el día que fui a sacar mi primera licencia de manejar. Es que hasta para oír bien hay que practicar.

Ya ven por qué digo que estaba delirando. Amé al doctor Manolín Preciado con pasión y devoción, pues era el mago que me sacaba de todas las crisis, aun cuando esa sacada implicara inyectarme diariamente por quién sabe cuánto tiempo, pero quererse enchufar a la máquina del “co co co” ya es otra cosa.

Cambiando de tema, el olor a hierba mojada -que es muy común este verano en el que no para de llover- inexorablemente me recuerda el verano que pasamos en una finca en Volcán, Chiriquí, alimentando terneros y corriendo silvestres por los montes como los pelaítos de La Novicia Rebelde. El viento del norte me recuerda a mi papá diciendo: “llegó el verano”, y la mantequilla de maní a mi mamá enseñándonos a envolver sándwiches con papel encerado antes de que existieran las bolsitas plásticas.

En fin, hay un millón de cosas que me recuerdan otras, algunas consistentemente, otras aleatoriamente. En mi vida, todos los recuerdos son bienvenidos.