Mi esposo tiene un tío que, sin lugar a duda, debe ser uno de los mejores contadores de chistes de la bolita del mundo amén. Y si no lo podemos ubicar en dicha categoría, seguramente sí en aquella de las personas que para cada ocasión, momento, ocurrencia o situación de la vida tienen un “cuento” que en realidad es un chiste.

Yo lo disfruto mucho sobre todo porque, así como admiro a quienes pueden cantar –porque yo no puedo y ya dejé de tratar–, también me gustan los contadores de historias jocosas porque tampoco domino ese arte. Las principales fallas en mi ejercicio del susodicho oficio son que la mayoría de las veces se me enreda el orden del cuento y la segunda que sencillamente no tengo “gracia” para lograr el remate perfecto. Ya saben ese que hace que hasta el contador del chiste se muera de la risa, e incluso, derrame un par de lágrimas. Así es la cosa pues.

Y, fíjense que al igual que el oído para cantar, estoy segura de que la habilidad para contar chistes es algo que se transmite genéticamente como muchos otros rasgos. Y, hablando de genética, yo llevo años compilando información sobre la mía para obtener una hoja de ruta bastante clara sobre lo que he heredado de uno u otro progenitor. Ya les he contado que el buen estómago viene por mi mamá, mientras que la buena dentadura se la agradezco a mi papá. El poco sentido del olfato creo que me llegó por el lado de mi mamá, mientras que por ese mismo camino arribé al don de la observación detallada.

La lista es larga y la he confeccionado sin ánimo alguno de alabar o demeritar los rasgos que veo tanto en mi físico como en mi personalidad, es sencillamente un ejercicio que he practicado a través de los años por el mero entretenimiento… y, claro, por aquello de que soy fijona. Y no solo busco en mi persona características heredadas, sino que me paso horas también detectándolas en mis hijos, en mi marido, en otros miembros de la familia y, en ocasiones, en personas que conozco por ahí.

Toda esta perorata viene a cuento porque el otro día un personaje que he conocido de forma remota –como va ocurriendo casi todo en tiempos de pandemia– a través de una persona muy querida, y con quien he establecido una lejana y enriquecedora amistad, me mandó aquella famosa anécdota de Quevedo en la que apuesta con unos amigos que podía decirle coja a la reina Isabel de Borbón enfrente de todo el mundo. Llega ante la reina con un clavel y una rosa y la insta a escoger con la siguiente frase: “Entre el clavel y la rosa, Su Majestad escoja“.

Resulta que mi papá tenía dos chistes que nos contaba cuando éramos niños, uno era el citado de Quevedo y el otro era del gallego/baturro (no hay consenso sobre el origen del terco protagonista) que viendo barras de jabón en una vitrina entra y pide queso. El dependiente trata de convencerlo de que son jabones y finalmente le da a probar un bocado ante lo cual el comprador afirma con seguridad “sabe a jabón, pero es queso”.

Eran como las cuatro de la madrugada cuando leí el mensaje. Primero me reí, luego me puse nostálgica y finalmente concluí hay vivencias que pueden quedarse guardadas por años y un día sin preaviso llegan y nos transportan al tiempo feliz en que ocurrieron por primera vez. En este caso, también segunda, tercera, cuarta, etc., pues mi papá repetía estos chistes con mucha frecuencia.