Cuando era niña siempre escuchaba a mi abuela cantando ese estribillo, sobre todo cuando los niños empezaban a caminar e iban medio patulecos con las manos arriba mientras un adulto acostado en el piso lo escoltaba en su aventura. O, en ocasiones le sostenía aquellos brazos levantados para que los pasos fueran más firmes, si es que se podía añadir firmeza a dicho ejercicio.

Sin embargo, el proceso de aprender a caminar no es el evento principal de esta memoria sino el cantito el cual no solo repetí a mis hijos sino también a mis nietos cuando se presentó la oportunidad. No tengo que decirles que mi abuela lo entonaba muy bonito y a mí me sale como me sale, pues ya saben que el canto no es lo mío.

Como todo lo que conozco en la vida quiero conocer más sobre esta línea, pero mis búsquedas han sido infructuosas. Si alguien sabe de qué canción, poema o invención proviene agradezco me lo cuente. Solo por ponerle ganchito a la pregunta que aun revolotea en mi mente.

Pero, como también saben ustedes, a mí las memorias no me visitan solas, no señor, ellas siempre vienen agarraditas de la mano con otra, que probablemente tiene algo que ver con un evento más cercano o, incluso presente. Así pues, el otro día hablando con alguien reviví aquel tramo tan horroroso que me tocó completar entre Ventosa y Santo Domingo de la Calzada. Son un poco más de 31 kilómetros y, hasta ese momento, las etapas consistían de aproximadamente 20 a 25 kilómetros. Ustedes deben estar pensando que 5 kilómetros más no es nada, pero cuando uno anda solo por aquellos cerros créanme que una o dos horas más se sienten.

El caso es que el pueblo de Santo Domingo amenaza con estar muy cerca cuando en realidad no lo está. Se empieza a ver cuando todavía nos faltan un par de horas de camino y eso es lo que más afecta la psique. En aquel momento de desesperación en que pensé que no tendría fuerzas para llegar, me encomendé a la Virgen y todo su séquito de santos y le pedí que me ayudara a dar “un paso más”. Y así de uno en uno continué hasta que llegué a la meta, llorando en soledad.

Cuando hablaba con mi amiga de todo este rollo de la pandemia/confinamiento y demás incomodidades comentamos que esto hay que vivirlo un día a la vez, que no podemos darnos el lujo de desesperarnos porque como dicen por ahí “el que se ofusca, pierde”. Y, claro, ¿Cómo más se puede vivir esto? Como se vive la vida, como se llega al final de un sendero: un paso a la vez. No hay otra forma.

Habrá momentos en que los pasos podremos darlos más seguiditos, casi corriendo, sin embargo, luego de muchos años en esta carrera he llegado a la conclusión de que cada paso bien pensado es más efectivo y productivo que uno dado a lo loco.

Sé que esto, ─la pandemia,─ es posible que haya sido más duro para la gente joven. Ese grupo de personajes llenos de energía que no ha desarrollado todavía la virtud de esperar. Que actúa muchas veces impulsivamente sin considerar que cada uno de sus “pasos” (en este caso sinónimo de decisiones) no solamente los llevará a ellos a un destino, sino que también afectará a terceras personas con quienes, de alguna u otra forma, tienen contacto.

Es triste no ver a la familia, no abrazar a los hijos y nietos, pero definitivamente es más triste abandonar esta tierra para no verlos nunca más. Así lo veo yo. Y quizás, dentro de todo lo “malo” que solemos listar cuando hablamos de la pandemia (de la cual juré no escribir, pero escribo) hay algunas cosas que valdrá la pena rescatar. El desarrollo del músculo emocional, tan necesario y tan escaso en estos tiempos, podría ser una de las buenas.