No pocas veces hemos escuchado que “se enseña con el ejemplo”, que no importa cuántas veces demos una instrucción, si hacemos otra cosa, en la práctica quienes vienen detrás probablemente imitarán nuestra conducta y no nuestro discurso.

El otro día, mientras esperaba pacientemente en un tranque extemporáneo que aquejaba a la ciudad -no era ni quincena ni día de compras ni nada- vi a un grupo de muchachas cruzar la vía España a la altura de la Caja de Ahorros.

Todas, sin excepción, usaron tres pasos de cebra para llegar al otro lado –COMO DEBE SER– y yo, automáticamente, y muy a mi pesar, tuve que concluir que eran extranjeras. Una panameña se hubiera aventado en línea recta, con cuatro pelaítos colgados al cuerpo y uno empujado, a cruzar por donde no debía poniendo en peligro su vida y la de sus acompañantes.

Lo digo porque lo veo todos los días. Lo veo en la ciudad, en la autopista, en los corredores, debajo de los puentes peatonales, en fin, no hay cultura de obedecer señales.

Esto podrá sonar como una tontería pero no tendremos jamás buenos ciudadanos si no nos obligamos a seguir las reglas, todas y cada una de las veces que se nos presente la oportunidad. Un ciudadano respetuoso no se cuela en una fila y mucho menos manda a su hijo o nieto de tres años a que lo haga por él. Esto también lo he visto en innumerables ocasiones. Un ciudadano respetuoso no forma una algarabía ni un “jalapanty” porque alguien se le coló en la fila sino que tranquilamente le indica al colado que su lugar es al final.

Un ciudadano respetuoso no saca un arma de fuego en medio de la calle 50 porque otro -que iba chateando en el celular también desobedeciendo las reglas- le abolló ligeramente el auto. Ambos hacen acopio de la cordura para resolver el asunto como gente civilizada. La cosa es que en Panamá últimamente parece que vivimos en la Prehistoria, o en la Edad Media, o en los días del viejo oeste en que todo se resolvía a punta de garrotazos, duelos de espada o a balazos.

Alguna vez -aunque lejana- los panameños soñamos con tener estadistas visionarios y honestos que llevaran las riendas del país, anteponiendo el interés común al propio. Ese sueño, hoy convertido en pesadilla, se siente cada vez más distante. Y así nos vamos cayendo al barranco de la corrupción todos juntos como en aquellos suicidios masivos de quienes profesan algún culto que no sabemos si es religioso o qué. Hay quienes no se lanzan, claro está, porque no están seguros de que esas promesas traicioneras llevarán a un lugar bueno, pero igual seguimos parados al borde del precipicio preguntándonos si al fondo estará el cielo o el infierno y bastará una frase tentadora al oído para convencernos de que las coimas y los negociados y las sinvergüenzuras en realidad no tienen nada de malo. Son los medios de comunicación quienes les han dado mala fama.

Un niño a quien su mamá -que no trabaja- y su papá -que tampoco tira un hachazo- le dice que el gobierno está en obligación de darle ropa, zapato, casa y comida no va a crecer pensando que no hay regalo pasajero que supere al propio esfuerzo para ser mejor ni vagancia que sea mejor que trabajar. ¿Para qué? ¡Qué lástima que llevamos una generación perdida ante el juega vivo, los subsidios inmerecidos, y los contactos! Pobre futuro nos espera.