Hay eventos que ciertamente no tienen absolutamente ninguna importancia en la vida, sin embargo, su ocurrencia en tiempos y circunstancias determinados nos alteran más allá de lo normal. No sé si alguna vez les he comentado que mantener el pelo corto, cosa que acostumbro desde que me gradué de secundaria en 1973, excepto en raras excepciones, me ha permitido por casi cincuenta años, prescindir de las herramientas que se necesitan para mantener el dichoso pelo en orden.

Poseo cepillos, básicamente como recuerdo de otros tiempos, mas no porque los use, y lo mismo puedo decir de un blower. Tanto uno como el otro los uso, quizás, cuando tengo que ir a una boda u otro evento de suma importancia que requiera que llegue con el cabello seco. El resto de la vida, pues me seco con una toalla cuando salgo de la regadera y listo. Pero ¿qué pasa? Pues que llegó la pandemia y con ella la imposibilidad de invitar a alguien a que me cortara el cabello. Esto significa, que si necesito estar medianamente decente para un Zoom o algo así, debo pasar por el blower.

Hasta hace un par de semanas tenía uno pequeño pero potente que llevaba casi treinta años conmigo. Me imagino que, como las llantas de los autos, la vida de los blowers se mide por millaje recorrido y el mío tenía muy pocas millas entre pecho y espalda. Entonces ocurrió que el día de la famosa cena de aniversario, luego de cocinar y absorber los olores que típicamente se pegan a la ropa durante esas labores me bañé y lavé la cabeza. Claro, pensé: “esto amerita blower”. No sé si porque la corriente en esta querida ciudad nuestra es muy inestable o si ya el aparato andaba con ganas de jubilarse, el caso es que kaput… luego de uno o dos minutos de carrera, como el reloj del abuelo, “sin motivo ni causa, se paró”.

Ni modo, a secar esa cabeza lo mejor que pude con la técnica de mi abuela. Trataré de explicarla. Ella tomaba una toalla grande y la ponía sobre mis hombros, luego con la mano izquierda sostenía un lado más o menos sobre mi oreja izquierda y con la derecha sostenía el otro lado de la toalla, lo apoyaba sobre ese lado de la cabeza y ¡dale! A frotar como una desaforada. Y que no moviera uno la cabeza. Una vez terminado con ese lado, se pasaba al otro. Finalmente, había que bajar la cabeza hacia el pecho para rematar la parte de atrás. Esto ocurría cada vez que a uno se le ocurría mojarse la cabeza después de las cinco/seis de la tarde porque “¡chiquilla, que te va a dar una pulmonía!”. Acostarse con el pelo mojado era sinónimo de pecado mortal en su imaginario. Y después de las cinco, aunque uno no se acostara, ya era tiempo del “sereno”… ya saben… primo hermano del “chiflón”.

En ese momento no le di mucha importancia al desperfecto pues como domino la técnica de secado exprés, proseguí con la misma, pero ahora, pasadas ya varias semanas, no puedo evitar preguntarme sobre el procedimiento para adquirir otro de estos aparatos con características similares al muerto y que me dure los próximos treinta años de vida. En esas ando.