Me asomo al mundo y no me gusta lo que veo. En Europa varios países, que han flexibilizado sus medidas de contención de la pandemia, ven un repunte de nuevas variantes del Covid-19 que encuentran la forma de infiltrarse de forma rápida y efectiva. En Canarias, hay un volcán que nos muestra como debió ser la erupción del Vesubio y la destrucción de Pompeya. Es realmente espeluznante ver las imágenes de los ríos de lava que, desafiando las predicciones, optan por cambiar de curso y arrasar con barrios enteros.

En Panamá, ¿Qué les puedo contar? Todos sabemos que aquí no hay quién cierre la puerta. El sistema educativo estatal está congelado sin que nadie ofrezca una razón verdaderamente válida, excepto, quizás, que somos rehenes de maestros y profesores que hace muchos años dejaron de interesarse por mejorar la educación. Misma situación tenemos en el Seguro Social, en la red vial, en la rendición de cuentas por actos de dudosa ejecución y ni hablar de la Asamblea pues no habría espacio ni tiempo para listar lo que allí ocurre. Para disminuir el sufrimiento que ocasiona ver como los recursos económicos y humanos son malversados al extremo, a veces enterramos la ilusión con que llegamos a la democracia en 1989.

Nos cuesta trabajo contar los enfrentamientos bélicos alrededor del mundo, las hambrunas, la destrucción. Son tantos y tan terribles que a veces optamos por hacernos de la vista gorda. No digo que sea lo correcto, pero enfrentar tanto sufrimiento abre un hueco en la boca del estómago.

Me considero una persona optimista. Mi primer impulso ante la mayoría de las crisis es buscar el beneficio a futuro que se puede obtener de cada una, pero no niego que hay días como hoy que he tenido que abandonar los noticieros porque el panorama es sombrío por decir lo menos.

Contabilizo los años que he vivido y concluyo que llevo más de la mitad del camino recorrido, pero veo a mis nietos, que apenas empiezan la carrera, y a mis hijos, que van subiendo la cuesta, y no puedo menos que preocuparme. Preocuparme porque no quisiera que se contagiaran de las enfermedades que aquejan a la humanidad, y no me refiero al Covid-19.

Peor que cualquier virus es programar a una población para que dependa del asistencialismo gubernamental en lugar de aspirar a la autosuperación que produce recibir una educación de calidad. Peor es dar a entender que con violencia se pueden resolver los conflictos, peor es institucionalizar el juega vivo como modus vivendi, peor es todo lo que se ha convertido en el pan nuestro de cada día.

Y, seamos honestos, las desigualdades en nuestro país nacen de la falta de acceso que tiene el grueso de la población a las herramientas que le permitirían salir de su ignorancia ergo de la pobreza. Y veo con pánico como se apalea a la clase media, esa constituida por quienes con su propio esfuerzo se educaron, superaron su condición originaria y accedieron a uno o varios escalones más allá de la misma. A esa clase media que quiere ofrecerles a sus hijos más y mejores oportunidades. Ojo, no cosas, oportunidades, porque lo cierto es que solo se aprecia lo que se logra con el propio esfuerzo.

Como les dije, he decidido que hoy me voy a dar unas vacaciones de las noticias locales o mundiales pues son apenas las siete de la mañana y ya tengo ganas de llorar.