Anoche le apagué todos los timbres a mi celular. Todos. Los de las llamadas, las alarmas, los de las redes… como dice el programa de mi teléfono “sin excepciones”.

Estoy en Volcán, Chiriquí, en una casa deliciosa, con unas amigas “fantabulosas” -de esas que uno arrastra desde la infancia primera-, y un arroyo que corre junto a la ventana del cuarto donde dormimos. A lo lejos se intuye el volcán, pues los pinos que veo desde mi ventana no me dejan apreciarlo en su imponente magnitud, pero no me importa, yo sé que está allí, lo conozco de antes y mi vista lo puede dibujar a pesar de la barrera natural.

Inicialmente apagué los timbres para que no molestaran a mis compañeras de cuarto a las 6:00 de la mañana, hora en que suena la primera alarma que indica que debo tomarme una medicina; sin embargo, igual abrí el ojo antes de eso y me escabullí del cuarto. Aquí mientras comparto este momento con ustedes puedo escuchar a los primeros y segundos pajaritos que salieron a buscar alimento temprano para sus crías o sencillamente a cosechar la miel de los montones de flores que decoran el paisaje. Impera un silencio bullicioso que ni siquiera me atrevo a describir en detalle, por miedo a que pierda su encanto. Es una sinfonía perfecta que seguramente si Dios me hubiese regalado el don de descifrar notas musicales, me habría servido para componer una pieza maravillosa, de esas que se tocan en las salas para conciertos.

La primera vez en mi vida que vine a Volcán, debo haber tenido como 13 años. Ya era vieja. A pesar de las correrías familiares por el interior, no habíamos llegado tan lejos antes de eso. Fue un verano maravilloso del que puedo recordar absolutamente cada detalle y, cada vez que visito el área, esos recuerdos me visitan. Llegan desde que siento el olor a hierba mojada que despierta cada día con los primeros rayos del sol, mezclados en proporción perfecta con aquellos característicos de los lodazales llenos de animales. Suelen visitarme acompañados por mugidos de ganado que camina lento, sin preocuparse por el resto de los habitantes de los caminos, llegan juveniles, despeinados, deliciosos. Llegan y se quedan. Me gusta tenerlos conmigo, son memorias de tiempos felices, de aquellos en que el cariño de un ternero era suficiente para llenar el corazón hasta el día siguiente y despreciar la nata que se formaba sobre la leche caliente era el problema más grande que se enfrentaba en el día.

No me importa si la visita es corta o larga, no me molesta que sea interrumpida por el apremio de seguir caminando por la vida; no me importa nada de eso porque tengo la certeza de que son recuerdos que permanecerán conmigo para siempre, y que basta un ligero movimiento de la naturaleza para revivirlos. Tengo muchos de esos y lo agradezco. Mi insoportable curiosidad me lleva a preguntarme cuál es el denominador común de ese cúmulo de estampas que siempre me hace sonreír, y debo concluir que es la libertad que teníamos para ser “niños inventores”, para salir a jugar desde el punto final de las tareas hasta la hora de la cena, sin más compañeros que los hermanos y un millón de ideas. Libertad esta que nos permitió descubrir el mundo a plazos y guardarlo en el bolsillo de nuestro cerebro para siempre.

He visto salir el sol aquí viendo pal ciprés, y soy inmensamente feliz.