Hay días en que me pongo nostálgica. Lo interesante del sentimiento es que las nostalgias cambian de forma tal que no logran aburrirme jamás. Ustedes, mis fieles lectores, han sido testigos de muchas de ellas. Los veranos de mi infancia y juventud, por ejemplo, suelen visitarme con frecuencia y en cada visita traen algo diferente.

De repente regreso al colegio, ese lugar que tanto amé y en el que fui tan pero tan feliz. Soy nerda, qué les puedo decir… siempre me gustó estudiar y aprender. Todavía me gusta. Aprovecho cada oportunidad para una charlita, un cursito, cualquier cosa. Lo único malo de tratar de aprender a estas edades es que cuesta mucho más que antes, y cuando finalmente se logra el aprendizaje, la memoria necia y esquiva se entromete para enviarlo a un lugar desconocido en el que es un lío encontrarlo.

El otro día estaba yo luchando con mi laptop, no porque le pase nada, sino porque soy malísima tratando de mover el cursor usando el espejo. Soy mujer de ratón. Solo para las computadoras, pues en la vida real no puedo con esos dichosos animalitos. Soy valiente para casi todo en la vida y pocas cosas me dan asco, pero con los ratones no puedo. El caso es que estaba frustrada porque no lograba que el cursor llegara a su destino y procedí a maldecir y ponerme furiosa con el aparato.

Iba ya camino a “cometer una locura” cuando de repente se me vino a la mente aquella primera computadora que tuvimos en casa y de la cual ya les he hablado en alguna ocasión. Era de marca IBM, nos costó, o que seguramente le costó al Seguro Social, instalar su sistema SIPE, y funcionaba casi tan mal y tan lento como el susodicho. Disco duro… ¿qué es eso? Un puerto para un floppy era lo único que tenía y luego de que se almacenaban allí tres cartas y alguna otra cosita ya se estaba reventando. Se imaginarán que para copiarlo había que meterlo y sacarlo siete millones de veces.

La pantalla, negra como la noche, albergaba una diminuta rayita verde que tintineaba antes de convertirse en letra o número. A decir verdad todo siempre era verde. Aquellos floppys, verdaderos floppys pues casi que se movían con el viento, eran muy delicados, casi tanto como los discos de pasta con los que aprendimos a amar a los Beatles y que había que cuidar muchísimo para que no se rayaran. En realidad lo que uno más hacía mientras trabajaba en el dichoso equipo era rezar. Rezar porque no se trabara al grabar el disquete, rezar que el disquete no se dañara cinco minutos después, rezar que el documento no tuviera muchas palabras con tilde pues para ponerlas había que digitar tres o cuatro teclas, rezar que al día siguiente todo estuviese completo.

A pesar de todo esto, me sentía la reina de la avenida gracias a la posesión de un equipo que pocas personas tenían en casa por aquellos días. Volví rápidamente a la rabia que venía creciendo por mi propia ineptitud y no me quedó más remedio que sonreír. ¿De qué puedo yo quejarme? Pero así son las cosas. Ningún cura se acuerda de cuando era sacristán.