El entendimiento nos pueden pillar en cualquier momento y en cualquier lugar. Esta vez me sorprendió entre las nubes.

El avión estaba próximo a aterrizar. Desde mi ventana, los enormes barcos esperando para cruzar el Canal eran del tamaño de un Lego. Eso miraba yo a mi izquierda, cuando algo me llamó la atención por el rabillo de mi ojo, a la derecha.

Del otro lado del pasillo, una señora extendía su brazo hacia el techo. Hubiera pensado que se estaba estirando, si no fuera porque divisé el celular en su mano, desde un ángulo que parecía elástico.

Mis ojos siguieron el trayecto hacia abajo, para ver lo que ella intentaba fotografiar, y ahí, sobre el amplio apoyabrazos, quedó al descubierto.

Su otra mano sostenía la de su esposo, sus dedos enjoyados tejiéndose con los de él. Con su celular en lo alto, ella trataba de lograr la foto perfecta. Puedo apostar a que el esfuerzo por lograr esta romántica imagen de manos entrelazadas, en clase ejecutiva, volando desde algún lugar, no era para ningún álbum sino para su red social. El señor era solo un accesorio, y ajeno a esta sesión fotográfica, miraba absorto por su ventana.

Sentí vergüenza por ella, por mí y por un buen pedazo de la humanidad.

Vivimos progresivamente en un mundo en que impera la falsedad, lo real se diluye entre filtros y máscaras, e invertimos cantidades irrisorias de tiempo y energía intentando demostrar algo que ni siquiera es verdad.

Es algo tan normalizado, que incluso hemos perdido la pena a ser vistos por los demás en medio de esta faena.

Muchos estamos tan enfrascados en construir una vida artificial, que se nos olvida que somos obreros en un mundo real.

Antes “maquillábamos” con filtros nuestras publicaciones. Ahora les hacemos cirugía plástica, les ponemos implantes y pretendemos hacer creer que es un cuerpo 100% natural.

Dio en el blanco la cuenta memera que compartió en Instagram el siguiente mensaje para Año Nuevo: “te deseo toda la felicidad que finges tener en las redes sociales”.

En cuanto a la señora del avión, cuando obtuvo la foto deseada, soltó la mano de su marido, que aterrizó como una piedra en el apoyabrazos. El señor nunca dejó de mirar por la ventana.


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