Es otro sábado que me voy a quedar en casa. En mi cuarto, viendo Netflix y comiendo en la cama. Pero no me compadezcan, escojo esto porque quiero, no por falta de algún otro plan.

Por lo usual desde el viernes aparecen mensajes por WhatsApp en mis distintos grupos y hasta amigos solteros preguntando “¿qué plan hay para mañana?”, pero a menos que sea algo tremendo, revolucionario, con alguien que me encante, o algún compromiso inzafable o impostergable, prefiero quedarme en casa.

No, no. No soy antisocial ni tampoco estoy en huelga. Y contrario a lo que me dicen algunas amigas, tampoco soy una aburrida ni la idea es deprimirme en casa. Pero es que genuinamente lo disfruto. Más que nada, porque hubo una época en que era todo lo contrario y la mayoría del tiempo quería salir huyendo de mi casa.

Mi divorcio trajo consigo una vorágine de sentimientos. Mi relación estaba en pedazos y no era mucho lo que quedaba por hacer cuando mi esposo cruzó la puerta hacia afuera por última vez. Con el colapso de mi matrimonio tuve que adaptarme a mi nueva situación, pero inesperadamente para mí, no fue tan grave como pensaba.

Tenía tanto tiempo llevando el peso de nuestro mundo sobre mis hombros, que cuando él se fue, aunque doloroso, me sorprendió una sensación de alivio que con el paso de los días y las semanas se tornó incuestionable.

Ya no había comentarios hirientes, silencios pesados, miradas recriminantes ni era problema mío dónde estaba él en horas tardes de la noche. Después de haber vivido así por años, pude percibir la vida con otro filtro y darme cuenta de que mi relación no había sido normal. Finalmente agarré el timón de mi hogar, mi vida, mi entorno, como pilota absoluta. Primero maniobrando tímidamente, pero poco a poco tomando fuerza.

Volviendo a los sábados en la noche… Cuando antes mi cuarto era escenario de discusiones y llanto, ahora es mi refugio y santuario. Lo primero que hice cuando empezamos el trámite del divorcio fue pintarlo. Con cada brochazo de color quería dejar en el pasado todos los momentos difíciles que atestiguaron en silencio esas paredes. Reacomodé los muebles como a mí mejor me parecía y pasé para otro lado su mesita de noche. Compré velas aromáticas, cambié las fotos en los marcos y colgué un cuadro nuevo. Me adueñé del espacio y lo hice mío.

Antes temía entrar a mi cuarto por miedo a qué me iba a encontrar; ahora, cuando llego, mi cama me invita a quitarme los zapatos y tirarme encima. Tengo velas de coco y lavanda, pero lo que respiro es serenidad.

Sí, hay días que me provoca salir y salgo. Tal vez llegue el momento en que me aburra quedarme en casa. Pero ahora disfruto en silencio la paz y mi compañía.