Faltaban 72 horas para el viaje, y las cartas seguían sobre mi mesa, sin firmar ni notariar. La ansiedad, el enojo y la frustración estaban embotelladas en mi interior.

No era justo. Tenía más de seis meses planeando este viaje, al que iban también mis hermanos y sobrinos. Un suceso que debía traernos unión y alegría, nos trajo rabia a mí, y angustia a mis tres hijas.

Mi exmarido tenía casi dos años de no pagar la pensión alimenticia. Un buen día proclamó que no tenía dinero y se desentendió del tema. Al fracasar en mis intentos de resolver con palabras, empecé a usar los mecanismos legales.

Mes tras mes era el mismo proceso: buscar el estado de cuenta en el banco que mostrara que no había hecho ningún depósito, y llevarlo al juzgado. Luego, iban a notificarle. Él apelaba, y así nos fuimos casi dos años, con la mala suerte de que el desenlace de todos estos desacatos, coincidió con el supuesto viaje y la oportunidad dorada que él vio para desquitarse. Su venganza era no firmar los permisos de salida del país de nuestras hijas.

Fui a hablarle. “¿Me estás diciendo que eres capaz de fregar a tus propias hijas con tal de fregarme a mí?”, le pregunté incrédula. Me miró fríamente: “Eso mismo voy a hacer”, contestó sin pestañear. En ese momento sentí lástima por mis niñas, porque yo pude haberme divorciado, pero él sería por siempre su papá.

“Quisiste meterme preso; ¡ahora te quedas en Panamá!”, sentenció. Ni iba a discutirle. Me parecía absurdo -y drenante- tener que explicarle a estas alturas que mi interés no era meter preso a nadie, sino velar por el bienestar de mis hijas y que él hiciera frente a su deber de papá.

En vez le dije: “¿Yo? Esta que está acá, ya está empacada. Yo me voy. Me va a dar mucha pena irme sin las niñas, pero que sepan que no fue por culpa mía y que conozcan a quién tienen por papá”. Me di cuenta que mi respuesta lo sorprendió.

Hubo innumerables intentos, llamadas y esfuerzos por todos los frentes por lograr que firmara. Mis hijas lloraban, le chateaban, lo llamaban. Pero era por gusto.

Traté de conseguir el permiso de salida por medio de los tribunales. En el mejor de los casos es un proceso que demora meses. Me recriminé no haber anticipado que algo así nos podía pasar.

Finalmente firmó. Dos días antes del viaje que llevaba seis meses planeando, nos encontramos donde el notario. Yo acepté un acuerdo y levanté los procesos que había puesto en su contra; él me dio las cartas notariadas.

No sé si yo realmente hubiera sido capaz de irme de viaje sin mis hijas, pero por fortuna no fue algo que tuve que investigar. Acepté un pago muy inferior a lo que él en verdad debía, pero entre no cobrar nada, y dilatar este martirio, creo que tomé la mejor decisión.

Ojalá las autoridades hagan los cambios necesarios para asegurarse de que los mecanismos legales se empleen para los fines para los cuales fueron creados.