Me enamoré locamente de un compañero de la universidad a los 19 años, que prácticamente tenía escrito en la frente la frase: “te voy a hacer sufrir”.

El problema fue que todos veían lo que mis ojos enamorados no. O quizás me negaba a aceptar que iba rumbo al matadero, con tal de no sentirme sola. Nunca tuve un padre presente, ni una figura masculina estable; así que él llenó ese sentimiento de protección que me hacía falta.

A los pocos meses de relación quedé embarazada y decidimos irnos a vivir con mi madre, porque económicamente era imposible establecernos solos. Allí descubrí que él tenía un problema con el alcohol y que se ponía violento cuando tomaba mucho.

Mi embarazo lo hice con golpes y, a consecuencia de eso mi hija, nació con un problema cardíaco, que gracias a Dios se solucionó con los años. Nunca tuve el valor de dejarlo; solo oraba mucho para que algo bueno sucediera.

Cuando la niña tenía cinco años, en medio de una pelea me dijo que se iba, y ocurrió el milagro, pues nunca más supimos de él.

Me dediqué a trabajar y a terminar mi carrera. Mi hija se volvió mi motivo de ser, y mi prioridad era que no le faltara nada.

Y así pasaron los años, hasta que cumplí 40, sin ninguna cita, sin ninguna otra pareja, ni siquiera un amigo con quien ir a cenar. Nunca superé el terror de que me volvieran a hacer daño y el solo hecho de imaginar intimar con alguien me llenaba de pavor.

Pero aunque yo aparentaba estar en paz delante de mi familia, mi hija sí notaba mi soledad. Un día me dijo: “Mamá, ya es hora de que empieces a vivir. Deberías intentar tan siquiera conocer un amigo por chat”.

Le hice caso, pero con la mentalidad de que era una pérdida de tiempo. Como nunca pensé conocer al amor de mi vida por redes sociales, empecé a chatear en una página con personas de otros países, para por lo menos tener un amigo extranjero.

Un día, entre tantos perfiles, coincidí con un caballero de 50 años, latino, que residía en Estados Unidos. Hicimos clic de inmediato. Conversamos por chat y teléfono por varios meses hasta que un día me dijo: “Me voy para Panamá a conocerte”.

Y así estuvimos por dos años; cada seis meses él venía o yo iba. Hasta que hace tres meses, para mi sorpresa, me pidió matrimonio y que me fuera a vivir a Estados Unidos con él.

Había un problema, y era mi trabajo. No quería renunciar a la estabilidad económica que había conseguido en 15 años dentro de la empresa. Yo no quería, pero parece que Dios tenía otros planes, porque a los pocos días me despidieron, ya que estaban sacando al personal “viejo”.

Hablé con mi hija y ella me apoyó. Me volvió a decir: “Mamá, empieza a vivir. Sé feliz”. Esta frase fue mi motivación para tomar la decisión. El otro mes me mudo a Estados Unidos para empezar a planear la boda.

A veces me pongo a pensar en cómo a los 20 años creía que mi mundo se iba a acabar; ahora miro mis 40, y me doy cuenta de que realmente estoy empezando a vivir.