Una de las razones por las que más visitas recibo en mi consulta es la ansiedad: la de niños, jóvenes y adultos. Desde hace rato ando con ganas de escribir esta nota y quiero comenzarla de manera muy poco ortodoxa. Es decir, hablando de otras cosas y no de la ansiedad (al menos no hasta el segundo o tercer párrafo).

Creo firmemente que la conexión es la esencia de la vida humana. Desde el embarazo, y por todas las etapas de la vida, las conexiones de afecto son aquellas que nos permiten sentirnos seguros, confiados y hasta felices. Pero de la misma manera, la desconexión también es parte de la vida, y la mayoría de las separaciones no son malas: debemos ir al trabajo, podemos estar enojados y retraernos momentáneamente, y así.

Hasta aquí todo bien. Pero, ¿qué tiene esto que ver con el tema de la ansiedad? Calma. Les explico. Desde mi filosofía, una de las razones más importantes de la mala conducta y muchas dificultades de los niños, adolescentes y, por qué no, de los adultos, radica en la desconexión. Y precisamente por esto necesitamos aprender a reconectarnos, lo que significa saber esperar y entender el ritmo y paso del otro por la vida. Este tema en otra nota.

De mis lecciones como mamá El 80% de las cosas que he aprendido me las han enseñado mis hijos, mis pequeños alumnos (en mis años de docencia) y mis pacientes. El 20% restante lo he aprendido leyendo y estudiando. Agradezco a la vida por la oportunidad de vivirla de esta forma.

Tengo dos hijos que son bastante diferentes: la mayor, desde pequeña, siempre fue arriesgada. A los tres años se tiraba a la piscina, así sin más, y sin importarle si un adulto saltaba o no tras ella. Mi hijo, por otro lado, tardó un buen par de años en siquiera querer despegarse de mí o de su papá cuando entraba en una piscina.

Cuando eran niños, solía inscribir a mi hijo en clases de natación, a las cuales llegábamos y de las cuales nos retirábamos usualmente a la segunda semana, después de tratar por varios medios (menos coerción) de que quisiera entrar con el profesor a la piscina. Finalmente, a los ocho años, el hombre se atrevió, aprendió a nadar y el asunto quedó olvidado.

Recuerdo haber escrito ya antes acerca de estas experiencias, porque año tras año, había niños que gritaban y rogaban, y madres que los dejaban y se iban, o se quedaban allí a ver la miseria de sus hijos, que lloraban a más no poder, partidos del miedo. Nunca he obligado a mis hijos a hacer nada que no desearan hacer, aunque debían hacerlo. Nunca creí en apurarlos. Siempre pensé y pienso que hay que esperar al ritmo de cada quien.

Entendiendo el sistema de seguridad Usamos tantos términos para describir este fenómeno que explicarlo se hace difícil. La ansiedad es una emoción y un estado físico. La ansiedad no es miedo. El miedo es a cosas concretas, a lo conocido. El miedo puede producir ansiedad, pero no es ansiedad. La ansiedad es a todo lo que no podemos nombrar. El estrés es ansiedad prolongada, mientras que las preocupaciones u obsesiones son patrones de pensamientos.

La ansiedad es vista en un contexto negativo. Sin embargo, no siempre es negativa, pues sirve una función importante de sobrevivencia. El problema es que después de pasado el momento de angustia, el cuerpo no tiene tiempo para volver a descansar y autorregularse.

Cuando un bebé llora está activando su sistema de alarma para avisar de un peligro (para el bebé; para los adultos una necesidad). Cuando el adulto se aproxima, debe enfrentar la necesidad (saciarla) y confortar al bebé, restaurando su tranquilidad. A medida que el humano crece, esta capacidad de confortar se va haciendo más compleja. Claro, va a depender mucho del medio en que viva el niño, pero en general, ahora el niño puede pensar en sus propios peligros (es decir, puede agrandarlos o controlarlos).

En otras palabras, si la base segura con un adulto en quien se confiaba ha fallado en establecerse, es decir, no ha habido un modelo seguro para confrontar el peligro cuando el niño lo sintió, el sistema de este niño aprende a quedarse con la alarma activada; por ende, las más mínimas situaciones serán vivenciadas como de grandes peligros a medida que va creciendo. A esto le llamamos desorganización de la experiencia. Por otro lado, si el adulto responde bien, el niño va aprendiendo sus propios sistemas de regulación de su alarma, de modo tal que pequeños eventos no son agrandados y se van resolviendo satisfactoriamente, por tanto no hay desorganización.

Todos tenemos un sistema de seguridad en el cerebro. Este sistema tiene cuatro componentes: alerta, alarma, evaluación y reseteo. Se supone que antes de que se active la secuencia, el sistema está relajado y calmado, pero la verdad es que vivimos en un mundo tan agitado, que nunca estamos calmados 100%. A la primera insinuación de peligro se activa la alarma. Es importante aclarar que esta insinuación no necesariamente es física o real; puede ser un recuerdo o un pensamiento. Puede ser una deducción que se hace que tiene que ver con esquemas que tenemos internalizados o formas de ver la vida.

Es basados en estos pensamientos y esquemas o juicios del mundo que evaluamos las situaciones como de peligro o seguridad. El reseteo es la señal de que todo está bien y podemos apagar el sistema de alarma. En la próxima entrega les hablaré acerca de qué podemos hacer para ayudar a este sistema a funcionar más eficientemente. Que tengan un bello día.