En la avenida 12 de octubre hay una veterinaria que ha empapelado su local con imágenes de gatos y perros de metro y medio y dos metros de alto. Por supuesto que llaman la atención, sobre todo si uno los ve por primera vez, pero para los niños es fascinante siempre.

Hace poco, mi hija de cinco años y yo tuvimos que pasar por allí varias veces. Cada vez, algo diferente se le ocurría: “Mamá, ese gato se parece a Caperuza”, nuestro gato. O “mamá, soy del tamaño del gato. Mira”. También me pidió que yo me midiera, y debo reconocer que todos esos animales me superaban.

Con mi hija, y con cualquier niño de cinco años de edad, un recorrido que toma cinco minutos se convierte en una ruta de 15 minutos o más. “Ese pajarito lleva comida, mamá”, “mira esa flor, ¿por qué se llama gallito?, “ese perro, ¿será un perro lobo en la noche?”.

Para los niños una vereda es una ruta mágica. Aunque a los adultos nos parezca limosa y descuidada o la recorramos sin mirarla ni ver hacia los lados. No tenemos tiempo, no tenemos ganas.

Hoy, 13 de septiembre, es el día del Pensamiento Positivo. Una fecha que descubrí gracias a Dixania Azcárraga , fundadora del grupo La actitud lo es todo.

En ese grupo se creó un círculo de lectura para leer un libro revelador que se llama Cómo hacer que te pasen cosas buenas de la española Marian Rojas Estapé (lo tiene El Hombre de la Mancha). Es una obra donde ella, como psiquiatra, revela historias terribles que ha atendido en consulta, y cómo ha trabajado con sus pacientes para que las superen.

En la vida de toda persona, por lo menos una vez el mundo se le vendrá abajo. Nadie escapa. Lo que hace la diferencia es cómo lo enfrentará. Cuánto tiempo estará en modo ‘¿por qué me pasó esto?’, ‘¿por qué a mí?’ y cuándo entrará en la fase ‘para qué me sucedió esto’.

Hay algo que está en nuestras manos para que nos pasen cosas buenas. Se llama vivir en el presente. No en el dolor del pasado ni en la angustia del futuro.

Ponemos una canción en el tranque o comemos apurados, pero no lo gozamos. La cabeza está en otro lado. Después ni recordamos qué escuchamos o qué comimos.

Hay que disfrutar de las cosas pequeñitas, que al final son las grandes: los amigos, los aguaceros, las mascotas, la amabilidad de un extraño o el ser nosotros ese extraño amable.

En fin, ser como los niños de cinco años, que se maravillan por lo ordinario y lo convierten en extraordinario.