Falta poco para que empiece el desfile de las Mil Polleras en Los Santos. Qué fogaje. Se podría asar una lechona nada más con este sol. Pero, ¿qué es ese sonido? No es tamborito,  ni bombitas. Es –chin chin– mi celular anunciando que se está quedando sin batería. ¡Otra vez!

Le digo a la gente que está conmigo en el parque que tengo que hacer algo urgente. Corro. Me pongo a buscar una tienda, una refresquería, una panadería, lo que sea donde pueda cargar mi teléfono. Encuentro una tiendita con un tomacorriente expuesto. Pido una malta (soy de esa gente rara que prefiere la malta, aunque tenga sopotocientas calorías),  y como quien no quiere la cosa, a esas alturas yo estaba dispuesta a pagar, le pregunto a la señora que me atiende que si no es mucha molestia me permita poner a cargar el celular. Haciendo muestra de la buena fe de la gente de provincias me dice: “sí, sí, cómo no”.

Hago malabarismos porque el cable es muy corto y no sé bien dónde apoyar el teléfono, pero logro conectarlo. Me tomo la malta con lentitud mayor. Parezco un parrandero limpio de esos que pretende que un vaso de seco le dure hasta la medianoche.  Después de cinco minutos velando mi celular, siento lástima por mí.Hacer ese viaje a Los Santos para esto: velar un teléfono. En vez de estar llenándome los ojos con la belleza de las polleras (por allí había visto pasar una cabeza de tembleques toda de oro, o moviendo los pies al ritmo de las cajas y las tumbas), estoy allí vigilando un aparato.  Justo yo, que siempre me río, (sí, así de mala soy), de esa gente que se angustia porque se le acabó la batería como si fuera el fin del mundo. Pero tenía una excusa; más o menos. Quería compartir con las redes sociales de la revista para la que trabajo fotos del desfile.

La verdad no sirvió de mucho. Pasaron 20 minutos y la batería estaba tan muerta que si acaso alcanzó una rayita. Ya me daba pena seguir abusando de la hospitalitad de la señora de la tienda, aunque también le había comprado un rosquete. Me fui.

Al cruzar el parque me di cuenta de que el gazebo principal tenía arriba en sus columnas tomacorrientes y que había varios celulares conectados allí. Estaban amarrados con cinta adhesiva, cordones  de zapatillas y creo que hasta había uno atado con una correa. ¡Qué se caigan los pantalones, pero que se cargue el celular!Como escribió el periodista Daniel Domínguez en su blog de cine, vivimos tiempos en que cuando se acaba la pila del teléfono ya mínimo parece que nos ha dejado de funcionar un riñón.

En seminarios, bodas y hasta en la visita a los enfermos en la Caja de Seguro Social siempre anda alguien por allí desesperado por cargar un teléfono.Hace unos días leí en un quiosco de la terminal de transporte de Albrook el siguiente letrero: “No se sacan fotocopias, no se recargan tarjetas del Metro Bus, ni se cargan celulares”. Ese puesto estaba vacío, así que en mi opinión creo que estaba perdiendo tres grandes negocios.