Esos cueritos crocantes los preparaba en el fogón en una paila negra enorme. Los revolvía, cual brujo, con un cucharón bocacho de madera, mientras el menjurje borboteaba. Escogía las últimas horas de la tarde para hacerlos. No quería que ¡nadie!, entiéndase chiquillos traviesos y necios, anduvieran cerca. “¡Buscando quemarse!”.

 

Nosotros nos íbamos a ver televisión, las gallinas se subían al palo, las brujas se adueñaban del chiquero, al menos eso nos hacían creer,  y al día siguiente en el desayuno la abuelita nos servía dos o tres pedacitos de chicharrones chiquitos pero crujientes, acompañados con yuca sancochada. Rico, rico. 

 

Hace unos días fui a la carnicería y me acordé de los chicharrones de mi abuelito. Delante de mí había tomado número una clienta que pidió siete patas de puerco. Ustedes vieran con qué piquete esa señora seleccionó las patitas que se iba a llevar: “No, esa no que está golpeada”, “esa tampoco que está negra”, “no, esa flaca tampoco”, “esa menos, que tiene mucho pelo”, “¡esa, esa! allá en la esquina, abajo de aquella”. 

 

Tras la prolongada elección de la pata perfecta la señora agregó: “y me da manteca para hacer chicharrones”. Antes de que ella empezara nuevamente con sus especificaciones también para la manteca, la  despachadora –parece que la conocía– le dijo “¿usted va a hacer chicharrones? ¡cuidado que eso salpica!”.

 

Y es verdad. Cocinar chicharrones es una experiencia de alto riesgo. No apta para cardíacos. Una vez mi mamá se puso a cocinar unos y esa paila traqueaba como si piedras cayeran en un techo de cinc. Yo no me atrevería. Nada más usando escafandra. 

 

Muy poco consumo chicharrones. Una razón es que yo quiero que estén buenos, crujientes, como les quedaban a mi abuelo. No esos chicarrones chiclosos que venden por allí.  Y la otra razón por la que casi no los como es que tienen mucha grasa. No crean que solo como a la plancha o hervido. Pero si a mi dieta le agregó manteca de puerco a diestra y siniestra ¿adónde voy a parar?, ¿adónde voy a rodar? 

 

No deja de sorprenderme escuchar a gente decir por allí: “este fin de semana me comí unos chicharrones más buenos”. Y cuando miro quién es, resulta ser una persona con muchos más años que yo a la que le he oído hablar de gota, colesterol alto, triglicéridos disparados, diabetes, hipertensión. A veces hasta es alguien que no tiene dientes.