Me topé, frente al edificio, con el carro de venta de verduras. Traía yuca, ñame, pifá, aguacate, mamón chino, limón criollo y plátano. Hasta langostinos vendía. Al menos eso oí a 50 metros de distancia. Llegaron dos clientes a comprarle. Yo, como iba de salida solo miré por encima. Antes de que se fuera, una de las compradoras sacó una botellita de gel y se untó en las manos. Luego, le ofreció un chorrito a la vendedora, otro chorrito al ayudante y uno más al chófer.

En la entrada de La Arrocha una mujer joven discutía con el agente de seguridad. Él insistía en tomarle la temperatura y ella rehuía, como un torito guapo, diciendo no y no, que no le apuntara con ese termómetro en la cabeza. Hacía señas de que solo se dejaría tomar la temperatura en la muñeca. Se hizo a un lado para esperar una supervisora. Pedí permiso. Me tomaron la temperatura me pusieron un chorrito de gel alcoholado y entré.

Afuera del minisuper Siempre dos niñas como de entre 4 años y 6 años de edad esperaban en la puerta. Aunque una acompañaba a la otra lucían como perdidas, con aura de regañadas. Esperaban a su mamá. Lo supe porque luego las vi caminando con ella. Y es que en ese local no dejan entrar a los niños.

En Delicias Peruanas, ubicado en Parque Lefevre, me fui a buscar una orden de comida. Me dejaron pasar dentro del restaurante. Se me encogió el corazón al verlo en penumbras con todas las sillas patas arriba y las mesar arrumadas. Como siempre fueron amables. Al salir, el dueño me extendió una pantalla facial “¿tiene con una o necesita dos?”, me dijo. Ante tal gentileza fui incapaz de decirle que yo no uso esas pantallas. Tendré que probarla.

A una de las guarderías del barrio le han quitado todos los letreros y señas de lo que era. Ya no hay globos ni gusanitos dibujados. La otra guardería está abierta para vender huevos, plátanos, yucas, papaya, piña. Carlos siempre que pasa por allí les compra algo. No me lo ha dicho, pero sé que lo hace, más que nada, para ayudarlos.

Necesitaba vestir de muñequita a una tusa de maíz. Sí, mi hija iba a recitar la famosa poesía de Francisco Changmaring, La Muñequita de Tusa, por Zoom y debía llevar una.

Antes de la pandemia semejante misión me habría puesto los pelos de puntas, pero después de seis meses de cuarentena ya no me despeluco tan fácil.

Aunque soy muy mala haciendo manualidades soy muy recursiva. En mi hora de salida me fui a la tienda de novedades y pregunté, desde la puerta porque no se podía entrar, ‘¿de casualidad tendrá zaraza?’ Sí, tenía. ‘¿Tendrá cinta roja?’ Me trajo cinco tipos para escoger. ‘¿Y encaje?’ Me consiguió media yarda. ‘¿Tendrá lana amarilla?’ Es que la poesía dice que las trenzas son amarillas… Y así, mientras cinco esperaban detrás de mí en fila para comprar, yo seguí con mi insólito pedido.

Esa noche armada de las lecciones de la clase de Educación para el Hogar en el IJA de Casino y con algunas señas de Pinterest, la armé en compañía de mi hija. No quedó tan mal pero mi verdadero premio me lo dio mi hija. Llamó por video a su abuela para mostrársela: ‘Abuela, mira mi muñequita. ¡Y no es comprada!’, alardeó, ‘Mamá y yo la hicimos’.