Hay trabajos muy ingratos. Uno de ellos es el aseo y limpieza de un lugar. Es ingrato por dos razones: Cuando todo está limpio nadie dice nada, no hay aplausos ni alabanzas. A todo el mundo le parece de lo más normal que el piso brille y los vidrios rechinen como en un comercial de limpiador de pisos. Pero cuando hay polvo -que siempre hay- o manchas de cualquier tipo, las narices se respingan, los ceños se fruncen y salen de hasta debajo de las piedras los dedos acusadores. La otra gran ingratitud del trabajo de limpiar es que cuando uno limpia siempre es para que alguien más ensucie.

Otro trabajo muy ingrato, invento de nuestros tiempos, es el telemercadeo.

Hay domingos en que mi casa está en completo silencio, estoy en el sofá, los ojos se me cierran y rinnggg… corro a atender el teléfono para descubrir que lo urgente es cuadruplicar una tarjeta de teléfono prepago que no tengo.

En junio del año pasado empecé a recibir por lo menos una vez al mes una llamada de mi operador de televisión por cable e internet anunciándome que tenía nuevos canales para mí y nuevas velocidades de internet. Ofertas que solo un bobo podría resistir: por tres meses me daban el nuevo servicio a un precio bajo y después empezaba a pagar la tarifa regular. 

Cuando esas llamadas me caían en medio de un enredo laboral, como el cierre de la revista, yo les atendía con cara de Grumpy cat (la gata esa que tiene cara de puñete y que se ha hecho famosa en internet por ello); casi tenía ganas de decirle a la persona que no fuera necia, que acaso no sospechaba que yo estaba trabajando justo para pagarles el cable y la internet. 

Por fortuna me llegó la iluminación. Me di cuenta de que esa pobre gente de telemercadeo no tiene por qué ser maltratada. Están haciendo su trabajo. La culpa es del sistema, así que hay que tener un poquito de paciencia. Pero como me seguían llamando y mi paciencia no es infinita, decidí guardar todos los números de ese operador como “no contestar”. Lo malo es que a veces me hacen trampa y me llaman de otros números.

Y hablando de otros oficios que a uno, egoísta como es, le causan a veces  molestia, les cuento que en estos días aprendí una lección. Estaba entrevistando a una socióloga en su casa. En lo más interesante de la conversación llegó  uno de esos pick-ups que venden verduras. Con altoparlantes anunciaba: “¡sí hay plátano! ¡sí hay cebolla! ¡sí hay aguacate!”, con esa voz nasal que parece aprendida en una escuela porque a todos les sale igualita. Miré a mi entrevistada, y en vez de mostrarse contrariada esta me dijo: “Vamos a hacer un alto en la entrevista y a esperar un momentito, que estos señores también tienen que ganarse la vida”.