El año pasado —¡caramba! no puede ser que ya hay que decir el año pasado— viajé a David, Chiriquí. Tomé en una ocasión un busito coaster o chivita. Una vez que la chiva empezó a recorrer los poblados me quedé mirando por la ventana el paisaje como si fuera una película, con palos de mango, patios grandes, hamacas en el portal y gallinas que se salían a la carretera.

Me di cuenta de que había una escena que se repetía: Bajaba un pasajero de la chiva y al acercarse a su casa salían tres perros muertos de la risa ¿Qué cómo lo sé? No sonreían, pero casi. Si era un cachorro pegaba brincos y movía la cola. Si era más grande el perro daba vueltas y movía la cola. Si era viejito o serio, que también hay perros serios, solo movía la cola. ¿Ya se dieron cuenta cómo sonríen los perros?

Por supuesto, la persona que estaba llegando a su casa, afanada,  cargada de cartuchos y cajas, se molestaba. “¡Vayan para allá! ¡Zape!” gritaba para defenderse de la algarabía perruna, que la verdad puede tumbar a cualquiera. Además, nadie quiere tener pelos ni manchas de patas de perro encima.

Y si el señor era un campesino de esos  cejijunto, cansado del trabajo del campo y cargado de sacos,  más enérgicos eran sus gritos de “¡vayan para allá, perros necios!”,  pero más alegre estaban ‘Mancha’, ‘Blackie’, ‘Sansón’ y ‘Sombra’.

Aunque digan que no, yo puedo apostar que muy adentro a todos les gusta ser recibidos así. Incluso al más serio señor campesino.

Una de las cosas más bonitas que los perros traen a la vida de los humanos es esa contentura que ponen en cada bienvenida.

Seamos honestos, nadie corre despelucado de la felicidad cuando a diario llega a casa su esposo, esposa, mamá, papá, abuela, hermana, ni siquiera los hijos. Pero el perro sí.

No importa si usted ayer no jugó con él,  no importa si no le habló en la mañana, no importa si olvidó cambiarle el agua o si ni siquiera lo miró, él siempre está contento de verle. 

En ese recorrido en chiva por David, vi que en una casa no solo salieron tres perros a recibir a una persona; también salió corriendo un niño como de dos años. Qué contento estaba de ver al que yo supongo era su abuelo. De tener cola, la habría meneado.

Los recibimientos de los niños pequeños son los únicos que pueden competirle a una calurosa bienvenida perruna: corren y gritan “¡papá!”  “¡mamá!” “¡ague!”… como si tuvieran años sin verlos.

¿Por qué será que un niñito o una mascota son capaces de tan genuinas muestras de afecto? Los adultos no estamos en nada.

Dicen que al perro que no se conoce no se le toca la cola. Muy cierto. Y ¡ojo! no solo aplica con los perros.

Pero hace tiempo concluí que la cola de los perros conocidos es de las cosas más amistosas del mundo.