El día que entré a primer año de secundaria, en el IJA del Casino, mi mamá me llevó a la escuela. Al siguiente día me puso el pasaje en la mano y me dijo: “bueno hija, vaya con cuidado”. Tenía 12 años y empecé a irme en bus para la escuela. Caminaba hasta la parada y esperaba un Panamá Viejo Ruta 1, Cutsa, que era como un Metro  Bus porque pasaba cada 40 minutos.

Mi mamá insistía en que teníamos que aprender a defendernos. Eso incluía saber cómo volver a casa solos. Eso sí: A mí y a mi hermano nos tenía aleccionados sobre no hablar con extraños. Menos agarrarles ni un chicle.  Si alguien nos decía: “yo conozco a tu mamá o a tu papá, ven conmigo”, teníamos instrucciones de salir corriendo en la dirección contraria.

Cuando estudié en el IJA de Paitilla lidié con nuevas rutas. Ya no vivíamos en Panamá Viejo. Así que tomaba un Torrijos Carter o un Mano de Piedra que podía ser de las rutas Tumba Muerto, Vía España o Transístmica, bajaba en la Calle 12 para esperar un Panamá Viejo, o en Calidonia para aguardar un Boca la Caja, que eran otros hermanos del Metro Bus de hoy por lo demorados.

Muchos de mis compañeros tenían busito colegial o los papás los llevaban. Pero un gran número se movilizaba en bus público, así que en el recreo parte de la conversación era lo que nos había pasado en el bus.

En algunas épocas, para que no tuviéramos que madrugar tanto, tuvimos busito colegial. Y en otras mi papá nos acercaba a la escuela, pero mucho fue lo que aprendí de andar en transporte público. Primero: que tenía que salir temprano porque Ruta 1 no había muchos y para rematar eran lentos. Y cuando vivimos en San Miguelito tomar un bus era misión imposible si salías después de la 5:30 a.m.

Aprendí que debía cuidar mi pasaje. Los estudiantes pagábamos 10 centavos. Un par de veces boté la plata y allí era donde tocaba eso de defenderme, no había mamá cerca y menos celular para llamarla: o me pelaba la cara con la señora de al lado para pedir 10 centavos o me la pelaba con el chofer para explicarle mi percance. Generalmente él gruñía y me dejaba bajar.

Había mucho pasajero sentado solidario, que cuando te veía parada en el bus con tu inmensa mochila –libro de Baldor adentro– te ayudaba a llevarla. Por eso yo también, si encontraba puesto,  ayudaba al que podía.

Aprendí a pedir mi parada a tiempo, que esos choferes no se andaban con cuento para repelar a uno.Llegué a ubicar rápidamente dónde estaban las paradas y las rutas de los buses y cómo se llamaban los lugares por donde pasábamos.

Me da pena cuando un joven practicante o un periodista  capitalino nuevo me dice que no tienen idea de qué es Calle 12,  qué es la avenida Justo Arosemena, o peor aún: ¡la vía España!

Creo que a los padres no les quedaba de otra que confiar. Los nuestros nos despedían en la mañana y nos volvían a ver en la noche; el IJA era doble turno. No tenían manera de saber nuestros pasos. Pero mi hermano y yo creíamos que ellos tenían ojos en todos lados para vigilarnos y protegernos. PD. Mañana es el aniversario del IJA. Felicidades justinos.