Hace unos días un amigo fotógrafo me dijo que se iba a Guatemala a conocer el volcán Pacaya. 

Como aquí en Panamá nada más tenemos un volcán y está dormido, cuando hace muchos años, estando en Guatemala, me propusieron ir al Pacaya, yo me apunté. 

Debí pensar que no era buena idea cuando el tour fue fijado para la tarde. Debí dudar cuando el guía dijo que prácticamente no se necesitaban buenas condiciones físicas. Debí correr cuando agregó que los turistas iban hasta en chancletas   entre la lava. 

“Si no tiene guantes –aconsejó como si nada– llévese unas medias, póngaselas en las manos. Así, si se cae no se quema”. 

Para llegar al volcán tocaba subir hasta alcanzar como mil metros sobre el nivel del mar.  Yo, que no estaba en condiciones físicas, quedé con la lengua de corbata. En mi grupo, yo y una señora de muy avanzada edad usamos las mulas. Mientras que ella se subió ágilmente al animal, a mí me tuvieron que empujar entre tres personas. Lo último que había cabalgado era un caballito del carrusel en el parque Urracá. ‘Pirata’, así se llamaba la mula, me llevó por unos barrancos terribles; yo iba con los ojos cerrados pensando “quién me manda”.

Llegamos al volcán casi de noche. Cientos de turistas, y sí, algunos en chancletas caminando entre tierra volcánica, y en ciertas partes sí había lava. Busqué con la mirada a los paramédicos o al personal de primeros auxilios; como no los vi caminé un poquito, me tomé una foto y luego me quedé mirando la lava desde la barrera. 

El peligro me gusta mirarlo de lejitos. Suficiente tengo con caminar por aceras llenas de alcantarillas sin tapa en mi barrio. 

Leí que George Bush padre celebró sus 90 años igual que como celebró sus 85 y sus 80 años: tirándose de un paracaídas. En eso no me verán. 

Otra cosa en la que no me pillan es ir al cine a ver películas de horror. Para asustarme veo el noticiero, para horrorizarme veo el manejo que los diputados han dado a las partidas circuitales. 

Solo hay un peligro banal que me hace flaquear: las montañas rusas. Veo una y me quiero subir. Cuando me están colocando el arnés y no hay vuelta atrás me pregunto: “¡o no!, ¿qué hago aquí?”. Pero ¡zaz! ya no hay tiempo: allá va eso, quedo con el corazón en la boca, los pelos de punta, una lágrima en el ojo y un hueco en el estómago. ¡Es lo máximo!

Por supuesto, en el trayecto me doy al menos dos arrepentidas. Qué manera más inútil sería esta de morir: no por un ideal, no por mi país, no por un huesito de pollo atorado en mi garganta, sino por inventora.

Son esas cosas que una hace y después se pregunta: ¿quién me mandó a hacer esto?

Por lo demás soy muy tranquilita. Tanto así que por más que me griten cobarde, jamás toco culebras ni tarántulas en esos shows de animales. Para tocar están los perros. Por algo las serpientes no nos mueven la cola ni nos dan lengüetazos.